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No voy a saber

No voy a saber contar en condiciones, porque después de un año así, ni sabemos con certeza los muertos reales causados por las complicaciones de la pandemia

Eduardo Fernández

Miércoles, 7 de abril 2021, 10:31

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Que dice Sánchez que va a levantar el estado de alarma y se me saltan las lágrimas. Que no voy a saber vivir sin supervisión estatal para salir del portal, para tapar la boca, para viajar de noche y para abrazar a mi madre. Casi que no lo haga. A ver si los españoles vamos a vivir más en los bares que en casa.

No voy a saber contar en condiciones, porque después de un año así, ni sabemos con certeza los muertos reales causados por las complicaciones de la pandemia, habida cuenta de las diferentes formas de contabilizar oficiales y del desfase entre tales vacilaciones y el exceso de mortandad respecto a la media de los años anteriores. Tampoco sabré contar la de millones de euros que se han gastado sin supervisión. Treinta años pensando que teníamos un Derecho Financiero en condiciones de examen de país avanzado y democracia consolidada y resulta que desde el minuto uno el gran líder que se fugó al socialismo catalán para no gobernar empezó a contratar con el amigo del pueblo de al lado. Yo no sé si sabré, pero los que velan por la transparencia efectivamente no han sabido, en tiempo pasado.

Tampoco sabré ir a ver deportes en condiciones, porque aún sigo preguntándome por qué está vedado ver al Atleti, que debería tener casi consideración de acto de culto, pero en Riazor cada semana van por miles al campo, que ya se sabe que el bicho es tan listo no contagia por metros -si te pones a dos- ni por horas -si estás a las diez en casita-, pero tampoco por categorías futbolísticas. Para los disgustos que me da el Atleti, que no se vaya al campo.

No voy a saber ir a actos culturales. El covid tenía como primer objetivo el teatro, las bibliotecas y los museos y aunque sea una falacia propia de la leyenda negra que ningún español los echó en falta en tantos meses, muchos leoneses los añoramos hasta la depresión persistente. Las dos imágenes que más me han impresionado en este tiempo han sido la del Papa el año pasado en Semana Santa solo en la inmensidad de la Plaza de San Pedro del Vaticano -qué alegoría de los que han pasado solos en casa y el hospital momentos tan duros que podían ser finales- y las de los anaqueles de la biblioteca tapados para que la gente no toque los libros, que parece el telón permanente del fin de la civilización.

No voy a saber salir a la calle y ver por dónde voy. Los que no han tenido la deliciosa experiencia de combinar a diario y en invierno mascarilla y gafas empañadas no saben de lo que hablo. Meses sin devolver el saludo a los conocidos y saludando, en cambio, a las farolas.

No sé si voy a aguantarme la sobreexcitación que me produce saber que me van a vacunar. El cuándo ya es cosa diferente, que a ver si me voy a enterar en condiciones y tengo un subidón de tensión; mejor poco a poco con la intriga de si estaré en el 70 % de agosto, entre los de la raíz cúbica de julio o en los pringados de más tarde, pero me temo que es peor quedarse entre la Sputnik y el trombo.

No sé si tendré que ajustarme la vista para vislumbrar eso que Sánchez ha denominado ayer «horizonte de salida» que parecen, como la película de Anthony Mann, Horizontes lejanos. Sin duda mi escepticismo se debe a mi miopía y no a la situación económica de España y de León, que, si es de salida, lo es hacia el abismo. Sánchez se autoeuforiza el día que dice el FMI que España será uno de los países de cola en la recuperación. Pues verán el día en que no se prorroguen más los ertes. Lo de la salida el mismo día en que se siguen reconociendo 128 muertos por covid en una sola jornada es de una frivolidad excesiva incluso para quien llegó a Moncloa sin renunciar a los votos de Bildu. Claro que la derechona está en aquello de «no se quieren acordar de los muertos de hoy, como para pensar en los de hace décadas».

No sé si me acostumbraré a usar más colonia que hidrogel, a tocar con menos miedo el pomo del portal que una notificación de Hacienda, a volver a la médica a que me pesen en lugar de que a me metan un palito en la nariz, a no calcular con instituto de supervivencia felina metro y medio de perímetro allá por donde voy o a volver casa paseando en lugar de huyendo al trote cochinero del toque de queda.

Que, como si hubieran reconstruido el muro de Berlín a golpe de decreto de ministro comunista, la regulación estatal haya inundado todos los poros de mi piel, cada minuto de mi día y hasta que haya impedido profesar como Dios manda, nunca más atinadamente, mis creencias, me ha hecho un ser indefectiblemente más sumiso. Igual hasta voto a Sánchez en la próxima vida. Mientras, la perspectiva de vivir sin estado de alarma me crea un hormigueo semejante al enamoramiento del gobierno. No lo resistiré sin algo que llene mi vacío, no sé, una mascarilla en el dormitorio, una prohibición para ir al pueblo en fiestas, una hora de vuelta forzosa a las seis de la tarde en verano, algo. Por favor, señor presidente, piénsese lo del estado de alarma, que este país en cuanto puede se amotina y sin su mano firme dictándonos nuestros actos más íntimos no vamos a saber vivir en libertad.

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