Saben ustedes, amables lectores que se acercan a mi opinión, que suelo utilizar un registro lo más desenfadado posible. La ironía y el humor, aparte de signos de una inteligencia normalmente reñida con la política, sitúan nuestra pequeñez individual en la adecuada medida del universo; vamos, que somos poquita cosa, aunque nos creamos la bomba. Restarse importancia a uno -salvo «mi persona», que es indiscutiblemente Sánchez- evita ponerse ante el teclado con la sensación de que ustedes contienen la respiración hasta llegar al final de las líneas y la opinión de uno es opinión pública. En la tierna adolescencia leí el prólogo autodescriptivo que Jardiel Poncela hace riéndose de sí mismo en Amor se escribe sin hache y desde entonces relativizo adecuadamente las cosas que pienso y digo, aunque solo sea por el hecho de conocer la inconsistencia de mi carácter y mi intelecto. Opinando de mucho, en cambio, nunca he creído que mis opiniones debiesen esculpirse en mármol. La ironía y el humor, el sarcasmo incluso, son como el siervo que acompañaba al general victorioso romano en la celebración de un triunfo recordándole que, hominem te esse memento, era solo un hombre.
Hoy, en cambio, no puede ser día para el humor, sino para una tristeza inmensa por una vida perdida de manera estúpida y criminal. Y ser solo un hombre o una mujer es no ser nada menos que eso. Un ser humano irrepetible. La irrepetibilidad de la vida humana la convierte en sagrada. Para quienes somos creyentes, en un don divino que nadie está autorizado a quebrar, creo humilde pero firmemente que desde la concepción hasta el último aliento vital. Para quienes no lo son es también sagrada con la sacralización que el mandato constitucional impone al respeto a la vida, soporte de todo lo demás. La Constitución ha juridificado un mandato ético que nos hace reconocibles como personas, que nos eleva desde el instinto hasta la humanidad. Una obligación que se puede rasgar de un navajazo que no sabemos cuántas vidas rotas deja en la Torre, pero que ha puesto fin a una inexplicablemente. Porque no soy capaz de explicarme qué pasa por la cabeza de alguien para salir a la calle pertrechado de arma blanca y no de alegría de retomar la normalidad de la vida, salvo que su normalidad fuese derrochar la chulería que se describe entre quienes lo conocen. No me explico qué puede considerarse tan importante como para agredir a otro y los esquemas mentales de la inmensísima mayoría de los leoneses no dan para explicar que una ira desmedida, criminal y necia acabe en semejante tragedia. Intuyo que ni los propios familiares del asesino pueden explicárselo. Pero me perdonarán que no sea capaz de igualar la balanza del sufrimiento entre quienes pierden a un hijo que es encerrado y otro que es enterrado. Una vida apenas estrenada que se trunca. Imagino la llamada que rompe el mundo al comunicarte que ese hijo por el que te acuestas esperando que haga bien los exámenes de su primer año universitario te ha sido arrebatado. Ningún padre de hijos en semejante edad habrá dejado de sentir en estos días en León el escalofrío y la conmiseración por los padres de la víctima, ninguna madre habrá dejado de sentirlo por un instante como suyo propio. Que no era una víctima, un nombre, un estudiante, un amigo, sino una persona irrepetible.
Comprendo las reflexiones que se hacen sobre el mal de una sociedad que da tanto a nuestros hijos, pero no puede evitar tragedias así, de unas familias que ponen todos los medios para el bienestar de sus hijos, pero que en ocasiones no consiguen inculcar una escala de valores en la que odios y navajas no deberían tener cabida. Sin embargo, tiempo habrá para esas reflexiones sobre la responsabilidad coral, porque la sociedad es tan responsable del comportamiento criminal de uno como lo sería del buen comportamiento de otro. Diluir socialmente la responsabilidad es un ejercicio falso y, en mi opinión, escasamente respetuoso con una justicia material que dé a cada uno lo suyo. Y lo suyo para quien esgrimió el fatal cuchillo es todo el peso del Código Penal, tanto en reparación del daño causado como en evitación de conductas similares, y para la familia que ha perdido a su hijo, todo nuestro calor humano, que difícilmente mitigará en lo más mínimo su pérdida, pero al menos, como sociedad leonesa nos permitirá, al preguntarnos cuánto importa una vida humana en León, contestar, todo, importa todo.