Abstenerse mamelucos
Cualquier conversación termina llamándote facha, de la derechona, retrógado...o cosas parecidas, aunque igual me daría, rojo, podemita, no sé qué de mierda… y otros mil comentarios que se leen cada vez más en redes sociales
Como mucha gente de mi generación, y por poco que nos guste, me ha tocado hacer una inmersión en profundidad en el uso de medios tecnológicos entre los que cuento las redes sociales, Facebook, Instagram, o Twitter (con Tick-tock aún no me he puesto y no me veo con ánimos, la verdad) además de los consabidos e-mails, Whatsapp o Telegram, para interrelacionarme con mis semejantes sobre todo si les saco algunos años.
No obstante, me obligo a escribir de vez en cuanto alguna carta, incluso a mano, para no perder las costumbres que me inculcaron en mi caso las Madres Escolapias, empeñadas en enseñarnos a escribir sin faltas de ortografía, con acentos, con signos de puntuación adecuados, sangrando los párrafos…. y, tantas otras cuestiones que me sorprendo explicando a diario a quienes podemos considerar las nuevas generaciones. Hay que leer y hay que escribir…. que en mi versión de docente, y hasta de madre, no me canso de repetirlo.
Cierto es que los galopantes avances tecnológicos me parecen herramientas de gran utilidad porque nos permiten socializarnos (o al menos dar impresión de ello) de forma rápida, acceder a información (o desinformación) de forma inmediata y leer opiniones de gente relevante y no tan relevante que parecen ponernos en el mundo y acercarnos a lo que se cuece en todos los ámbitos: la política, la sociedad, la actualidad, los valores, la universidad…..
En fin, que no me ha quedado otra que estar, como todos, hiperconectada lo que, en tiempos de pandemia, con más tiempo y menos posibilidad de hablar en persona con tantos como me gustaría, me ha hecho utilizar más las redes. Ello me ha permitido sacar algunas conclusiones acerca de su uso, o mejor, su mal uso y cómo nos comportamos las personas tras el anonimato (o no tanto) que nos brinda escribir desde un móvil o un ordenador o cualquier dispositivo que nos permita escondernos del prójimo.
Y llego a la cuestión principal que me ocupa hoy. No se si es a mi sola o también les pasa a alguno de ustedes, que cuando ante un post, una publicación, una noticia o un artículo de opinión expreso lo que pienso al respecto (en general de forma educada o eso intento), e incluso, dando un paso más, esgrimo mi propia valoración acerca de algún tema, y sobre todo si tiene una cierta vis política o ideológica, se activan lo que yo llamo las hordas de los mamelucos que en la mayoría de los casos, sin conocerte de nada, comienzan amablemente señalándote la poca razón que llevas, si les refutas, empiezan a intentar adoctrinarte y si te revuelves y les señalas que tienes edad, experiencia y sentido común suficiente para pensar lo que piensas y argumentar lo que defiendes, te insultan o menosprecian, te tildan con epítetos resucitados de tiempos pasados, y se quedan tan oreaos en el mas puro convencimiento que cualquier conversación termina llamándote facha, de la derechona, retrógado….o cosas parecidas, aunque igual me daría, rojo, podemita, no sé qué de mierda…… y otros mil comentarios que se leen cada vez más en redes sociales.
Mi hija Nonia, que es muy pragmática, siempre me dice, mamá pero no les contestes…. Pero es que yo no me resigno. No me resigno a que me cuestionen o me insulten desde el anonimato de aquellos que escriben desde pseudónimos o nicks o trolls (que todos sabemos quiénes son) o peor, desde esas hordas que estoy convencida que están a sueldo de alguien y que tienen como cometido contestar a cualquier expresión de opinión en contra del pensamiento único que nos quieren imponer, con un argumentario reiterativo que ni tiene que ver con lo que estás diciendo ni tres cominos les importa. Y si se tuerce la cosa, y ven que no pueden con los razonamientos del contrario pues hale, a insultar porque como señaló acertadamente Elbert Hubbard «si no puedes responder al argumento de un adversario, no está todo perdido: puedes insultarle»
Quizá no sean conscientes de que, como ya apuntó Garcilaso de la Vega «quien insulta pone de manifiesto que carece de argumentos» usando el recurso de desacreditar, con un ataque ad hominem que supone invalidar una opinión, paradigma o teoría, no atacándolos directamente sino yendo contra el sujeto que los esgrime cuestionando su físico, su inteligencia, su carácter, su condición, su credibilidad y hasta su buena fe.
En definitiva, tras la también llamada falacia ad personam se esconden individuos que al verse incompetentes para defender sus opiniones y criterios, normalmente inconsistentes, desde la lógica, la razón y el diálogo, embisten con exabruptos desde el plano visceral convirtiendo lo que podría ser un sano debate en una estéril polémica; o aún peor, sujetos que consiguen que, tras el desconcierto que nos produce el rumbo que toman los acontecimientos, siguiendo la teoría de mi hija, caigamos en el silencio de quien, aun llevando razón, calla por prudencia para no entrar en una escalada de insultos y groserías que, aunque sea lo que nos pide el cuerpo, nos pondrían a la altura de nuestro indeseable interlocutor.
Señala Ricardo García Damborenea en su Diccionario de Falacias (www.usoderazon.com), que les recomiendo encarecidamente como lectura de verano, que «si alguna vez nos vemos impelidos al ataque personal hemos de procurar en primer lugar que culmine nuestro razonamiento (no que lo sustituya) y, en segundo lugar, revestirlo de formas corteses y, a ser posible, irónicas para mitigar sus efectos negativos»
Eso sí, si el adversario tras nuestra cortés reconvención, asaz de irónica (o por esto último) continúa erre que erre con lo de los insultos mejor hacer caso a mi hija y abandonar la discusión, que una retirada a tiempo se convierte en una clara victoria y evitamos darle gusto a quien nos insulta. Y si ni siquiera eso funciona, siempre puede optarse por poner en nuestro perfil «abstenerse mamelucos».