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Una barca es empujada hacia el mar en el poblado de las Salinas del Cabo de Gata (Almería).
El pueblo que no pudo ser

El pueblo que no pudo ser

Crónicas mínimas ·

Salinas el poblado que se levanta en medio del parque natural del Cabo de Gata (Almería)

Txema Rodríguez

Sábado, 29 de agosto 2020, 00:09

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Parece que toda la península confinada se hubiera puesto de acuerdo para venir a tomar el baño en esta playa. Y toda la costa, a ambos lados de la carretera, es una letanía de vehículos aparcados de aquella manera. Por los caminos abundan las bicis con trabajadores de chalecos fosforescentes, marroquíes que se pierden luego entre la nube de plásticos que rodea el parque natural, ese espacio en el que se rodaron tantas películas y en el que los habitantes del poblado de Salinas viven en un tiempo detenido, desde que en 1987 un decreto les convirtió en vecinos de un parque natural. Tres calles, una iglesia y poco más de una veintena de humildes casas de una planta. Una carretera y el mar.

Diego Sánchez anda arreglando unas redes a la sombra de un cobertizo multiusos repleto de cacharros. Busco cobijo a su lado. Fuera el sol pega duro. Tengo la esperanza de que sea pescador, pero enseguida me priva de mis ilusiones, arregla los aparejos porque se los ha dado un vecino, por puro entretenimiento, no porque los use para pescar, que ahora está prohibido, salvo con caña. Sacan calamares, pulpos, besugos. Dice que hay bastante, «pero de la red nada, ahora no es como antes, enseguida viene la Guardia Civil y te echa el guante». Nació aquí, en 1951, y ya se jubiló después de trabajar 42 años en unas salinas cuya historia se remonta a los romanos, pasa por el Reino de Granada y llega hasta el año 1872 en que pasan a ser de una sociedad francesa que perdió en ellas más de un millón de francos. Cosas que a Diego ni le van ni le vienen, porque la parte que le afecta arranca en el año 1904, cuando se comienza la construcción del poblado, que también tenía, y tiene, una iglesia. Eso fue en 1907 y los descendientes de aquellas familias viven en ese puñado de casas, aunque pocos lo hacen todo el año. Una mezcla de limbo y paraíso, porque en las salinas ya solo trabajan dos empleados fijos y uno temporal; pero las viviendas, que pertenecían a la empresa, van pasando de padres a hijos en usufructo. Y bien que se está en ellas, en un lugar virgen. Aunque se queja Diego de que este año, será por el coronavirus, es el que más turistas han llegado, «a las ocho o las nueve de la mañana ya empiezan a aparcar coches». Tengo que gritar un poco para que me escuche y comienza las respuestas con un cierto retraso, casi cuando ya voy a decirle otra cosa. Nada nuevo salvo lo dicho, que como aquí no se está en ninguna parte y eso que le mandaron, siempre por lo de la sal, a Barcelona, Torrevieja, Cádiz y Francia.

Hay puertas blancas y otras azules en este insólito decorado. Bañadores que cuelgan al sol, críos que corren lanzando agua con pistolas y otros que empujan la barca de los pescadores. Dani, Mario, Javi, David, Enrique. Comienzan a decir los nombres todos a la vez. Cuentan que se pasan el día jugando, por la noche hacen un poco la puñeta a los abuelos que salen a tomar la fresca, en la playa, o dando un paseo en la barca. Dani saca el móvil y me enseña la foto de un lugar que, según él, es el más hermoso de la zona, el arrecife de las Sirenas. Habla de este lugar con la pericia de un guía turístico. Otro vecino, Moisés, que luce un bronceado espectacular, se asoma a la puerta y manda callar a un pequeño perro que se pone nervioso al verme. Lo mismo le pasa al gato, que salta por la ventana y se tumba en la sombra más cercana. Su familia, como la de todos aquí, vive en la casa que fue de su abuelo. Él, que andará por los cuarenta y tantos, se queda todo el año. Y aunque la sal tiene la culpa de las vidas atadas a este lugar ya es sólo un telón de fondo, un espejo blanquecino que se confunde con la reverberación de la luz, un argumento para cineastas y fotógrafos.

Todo un plató

Salinas se ha convertido en un plató. Algunos de sus rincones son fondos recurrentes para reportajes de bodas, comuniones o sesiones de moda. Josefa Ropero, que tiene 87 y vive aquí todo el año, sabe de esos éxitos paisajísticos. Por su casa han pasado actores y técnicos de películas como 'Vivir es fácil con los ojos cerrados'. Se ríe, «oye, que yo me pensaba que eran unos que trabajaban y eran los protagonistas y estaban aquí donde estás tú dándome conversación». Paco, su hijo, se queja del descontrol turístico. Que, a fin de cuentas, esto es un parque natural y no puede estar invadido de cualquier manera por miles de automóviles y autocaravanas. Eso cree. Y luego está, explica, «que todo el mundo quiere venir a esta iglesia a casarse, hay una lista de espera de años, aunque ahora con lo del coronavirus ha decaído un poco».

El sol empieza a caer. Un imponente Mercedes, de esos de señor que triunfa en la vida, trata de salir del banco de arena que le ha servido de aparcamiento. Van muchos, una familia como Dios manda. Estoy sentado en una piedra tomándome lo que queda de una botella de Sprite, caliente como la superficie de Mercurio, que he pillado en alguna gasolinera. Pienso en el triste paisaje de tanto vehículo mientras el hombre arranca y con cada acelerón, en su vehemencia de propietario de cochazo de alta gama, sólo logra enterrarlo más en la arena. Bajan todos, uno que parece cuñado o yerno encuentra una madera pero ni por esas; pasa el tiempo, sudan, perjuran, prueba tú, pruebo yo. Hasta que una mujer, por la edad diríase la esposa del conductor, extrae de su capazo una toalla con el escudo del Barça, que enrolla en forma de tronco antes de colocarla bajo una de las ruedas traseras del vehículo, y con la ayuda de parte del público congregado para observar el espectáculo, logra que el automóvil salga de la trampa playera. No sé si eso significa algo, porque si de algo está llena la vida es de momentos absurdos. Luego, al encender la radio del coche, dice el locutor que Messi se va. La toalla fue un presagio. Me acuerdo de Josefa, sentada en la puerta de su casa, contando anécdotas sobre los rodajes de las películas. Y explicando los cambios del viento, que lo mismo te sopla el poniente que el levante. Me gustaría contarle lo del Mercedes, a veces tienen que venir grúas a salvar a los turistas. Pero otra vez será, cuando el paisaje esté despejado y se escuche, a lo lejos, el runrún de las máquinas cargando la sal.

En este paraíso tan difícil de compartir con los extraños.

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