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Apoyo profesional. Una monitora trabaja los protocolos de limpieza y alimentación con un adolescente que sufre síndrome de Down y autismo. EFE
Un doble castigo para los autistas

Un doble castigo para los autistas

Discriminación en pandemia | Expertos coinciden en que la emergencia sanitaria ha debilitado todavía más el precario marco de derechos de las personas con esta discapacidad 'invisible', convirtiendo salidas terapéuticas a la calle en pruebas de fuego y propiciando incluso agresiones

Domingo, 13 de junio 2021, 00:15

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Mayte tardará en olvidar el último Día de la Madre, tirada en medio de un charco de sangre después de que un energúmeno la arrojase al suelo tras llamar a su hijo 'mongolito' y a ella hija de puta. Recuerda la ilusión con que ella y sus amigas prepararon la salida al parque de atracciones Warner, en la periferia de Madrid, y cómo todo se fue al garete cuando decidieron subir a la atracción de 'Batman', el héroe de cómic que ese día no parecía por la labor de ayudar a los más vulnerables.

Jimmy, su hijo mayor, tiene 11 años y un 39% de discapacidad por autismo. Nada que a primera vista le distinga de cualquier otro chaval de su edad. El día en cuestión llevaba la pulsera azul que la empresa entrega a las personas con su trastorno para evitar colas. Las recriminaciones no tardaron en producirse, tampoco los insultos. Provenían de un grupo de «4 o 5 personas que estaban de comunión», explica Mayte, todavía atónita. No atendieron a razones, en especial uno de ellos, que dos horas más tarde, a las puertas del espectáculo 'Loca Academia de Policía', la golpeó con saña y salió huyendo, aunque fue reducido por los vigilantes del parque y luego por la Guardia Civil.

Un mes más tarde, ella sigue tomando ansiolíticos y antidepresivos, «porque las heridas -labios partidos, ojos morados, lesión cervical- se curan, pero el trauma continúa ahí». La única preocupación de Mayte es su hijo, que fue testigo del brutal ataque y que desde entonces vive aterrorizado. «Mama, ¿todo esto es por mi culpa?», le repite una y mil veces el chaval, que está en tratamiento. «Yo soy su pilar, verme así le derrumba», dice casi sin aire.

Mayte, separada desde septiembre, decidió en el hospital donde la trasladaron que esto no iba a volver a pasar. «Ni con mi hijo ni con ningún otro». Tras recibir el parte de lesiones del médico forense, puso lo ocurrido en conocimiento de un abogado. El caso será juzgado por lo penal como delito muy grave y está a la espera de fecha. «No voy a parar hasta que ese hombre pague por lo que hizo -dice ella-. Lo único que busco es justicia para mi hijo».

«Crisis humanitaria»

Si bien lo ocurrido en Madrid arroja serias dudas sobre la empatía de algunos sectores de la sociedad con los más vulnerables, el problema va mucho más allá de episodios violentos de carácter, afortunadamente, puntual. «La pandemia ha debilitado el ya de por sí precario marco de derechos» de unas personas cuyas carencias pasan en ocasiones inadvertidas hasta que se interactúa con ellas, advierte el Comité Español de Representantes de Personas con Discapacidad (CERMI) que sólo el año pasado denunció «406 hechos reales de discriminación». A su juicio, «esta crisis ha trascendido la pura emergencia sanitaria para considerarse también una crisis humanitaria y de derechos».

Se vio durante los primeros compases de la pandemia, cuando el Real Decreto 463/2020 introdujo entre sus disposiciones que se permitiera a estas personas salir a la calle para atajar las alteraciones en su conducta que podía provocar el confinamiento. Las llamadas 'salidas terapéuticas' no tardaron en provocar un rosario de incidentes. Insultos, gritos y hasta agresiones, muchos protagonizados por vecinos que se erigieron en 'policías de balcón', arremetiendo contra personas con un trastorno -y sus acompañantes- que actuaban dentro de la ley. Un escenario que llevó a intervenir al Defensor del Pueblo para que esta circunstancia fuera conocida y respetada, al tiempo que pedía sanciones para quien con su conducta vulneraba el derecho de este colectivo... a pasear.

Una situación sonrojante, explica Inés de Araoz, responsable del área jurídica de Plena Inclusión, la plataforma bajo cuyo paraguas actúan 935 movimientos asociativos en toda España consagrados a defender los derechos de 140.000 personas con discapacidad intelectual o del desarrollo. «Una de las ideas bienintencionadas que se barajó fue que salieran a la calle con un brazalete que les identificara, algo totalmente contrario a la dignidad de las personas. No se cuestionaba a nadie que sacase al perro a pasear diez veces, pero a esta gente se la miraba con recelo, cuando encerrarlos en sus casas podía suponer un peligro para su seguridad y para la de quien les tenía a su cargo. Fue lamentable».

Necesidad de rutinas

Miguel Ángel Verdugo, catedrático de Psicología de la Discapacidad de la Universidad de Salamanca y director del instituto de investigación INICO, llama la atención sobre las reacciones «cainitas» que han aflorado en las fases más restrictivas, con gente dedicada a señalar en lugar de tratar de comprender. «Las personas con trastorno del espectro autista (TEA) han sido el colectivo que menos comprensión social ha recibido, donde más patente se ha hecho el rechazo y la segregación. Y esto es así porque ha habido quien cuestionaba que disfrutasen de 'ventajas' que otros no tenían».

Según el Instituto Superior de Estudios Psicológicos, la Covid ha supuesto un terremoto de especial intensidad en personas diagnosticadas con TEA, desatando una avalancha de cambios «que no siempre son capaces de tolerar y asimilar positivamente». Personas que a la dificultad para comunicarse o establecer relaciones sociales, de conducta repetitiva e intereses obsesivos, unen «la necesidad de establecer rutinas, de anticiparse, y que en el marco actual han visto saltar por los aires esas estrategias compensatorias que a ellos les permiten enfrentar el día a día». Una situación, advierten desde este organismo, que ha incrementado los niveles de ansiedad y provocado un aumento de las conductas disruptivas y repetitivas. No hay, sin embargo, una fórmula que se pueda aplicar a todos los individuos, un «vestido a medida». Mientras a unos la limitación de movimientos y su efecto sobre la gestión del tiempo libre les ha descolocado emocionalmente; a otros, la disminución del contacto social -una constante fuente de estímulos, y en consecuencia de estrés- ha hecho que se sientan más cómodos.

Jimmy, primero por la derecha, y sus amigos horas antes de la agresión en el parque de atracciones.
Jimmy, primero por la derecha, y sus amigos horas antes de la agresión en el parque de atracciones.

La pandemia, detalla el informe 'Covid-19 y discapacidades intelectuales y del desarrollo' del INICO, ha provocado en muchos casos que estas personas no recibieran los apoyos habituales, lo que se tradujo en mayor nerviosismo y ansiedad, un aumento de los problemas de conducta y un retroceso en habilidades previamente adquiridas, situaciones todas ellas que se han cobrado asimismo un peaje en las familias.

«No se denuncia lo bastante»

Ana Vidal, coordinadora de ProTGD, entiende que la pandemia no ha significado un aumento de episodios negativos, pero ha servido para poner «más de manifiesto» las carencias del sistema en todos los órdenes de la vida. «Desde actividades de tiempo libre y ocio como campamentos deportivos que organizan los ayuntamientos y donde se rechaza a estas personas con la excusa de que no hay personal especializado»; hasta los colegios «que invitan a las familias a sacar a sus hijos de allí el próximo curso 'ante la falta de recursos para atender las necesidades específicas de su hijo'». Y lo mismo en los comedores, las excursiones... «El sistema se tiene que adaptar a las personas, no al revés. Aunque deseemos no verlo, hay gente que no encaja en el molde y no por eso deben renunciar a sus derechos».

«La sociedad no está preparada para lidiar con esta situación», sostiene Inés de Araoz. «Al final, es un problema de prejuicios, de estereotipos, muchas veces de no considerar a estas personas como nuestros iguales. Hablamos de gente que hasta hace poco no podía votar, que se podía esterilizar, cuya capacidad jurídica se cuestiona para hacer testamento o para internarla de por vida en contra de su voluntad. No es caridad, esta gente es sujeto de derechos».

El caso de Jimmy llegará a los tribunales, pero eso no siempre es así. Muchas de las conductas que atentan contra la dignidad de estas personas no se denuncian, en parte por la vulnerabilidad de las víctimas y sus pocas herramientas para desenvolverse en un mundo que a menudo les resulta hostil. A juicio de Araoz, «hay un problema de infradenuncia, primero por el desconocimiento que estas personas y sus familias tienen de los derechos que les asisten, pero también por la falta de apoyos durante el procedimiento, que incluso puede llevar a su revictimización y que pone de relieve la necesidad de ajustes».

  • 17,5% de los encuestados por la plataforma Plena Inclusión, que aglutina a 935 asociaciones en España, afirma haber sufrido en los períodos de confinamiento «maltrato» por parte de sus vecinos cuando realizaban salidas terapéuticas (una queja que se hace extensiva a los agentes del orden en el 6,3% de los casos consultados). El 38% de estas personas realizó menos paseos de los necesarios.

  • 406 denuncias recogió durante el año pasado el Comité Español de Representantes de Personas con Discapacidad (CERMI) en un documento que se nutre de casos de «discriminación real».

  • 463 es el número del decreto por el que se declaró el estado de alarma. Dictaba una instrucción por la que autorizaba las salidas terapéuticas a personas con discapacidad y alteraciones conductuales.

Catálogo siniestro de vulneración de derechos

El de Mayte y Jimmy es el último de una larga lista de incidentes que ponen el foco en este colectivo. Eduardo, un autista de 36 años con el 63% de discapacidad, fue expulsado en marzo de un autobús en Valencia al provocar los recelos de un pasajero por los movimientos repetitivos (estereotipias) derivadas de su trastorno. El conductor avisó a la Policía, que le interrogó y cacheó en la vía pública, abandonándolo en estado de shock en una parada que no era la suya.

En septiembre, el despropósito viajó a Don Benito, en Badajoz. Allí, dos policías accedieron a la casa de un joven con discapacidad intelectual que había entrado en crisis. Lo hicieron sin esperar la llegada de los equipos médicos que ya habían intervenido en episodios anteriores. Los agentes le dispararon en la pierna cuando avanzó hacia ellos con un cuchillo y un hacha.

En Manacor, un hombre estuvo retenido 24 horas por un grupo que se dedicó a vejarlo y a tatuarle mensajes obscenos por el cuerpo, además de sellarle los labios con pegamento, hacerle comer heces y coserle los dedos del pie. Siete personas que dijeron contar con su consentimiento han pasado a disposición judicial.

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