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Todos los poderes del presidente

La Constitución otorga amplias competencias al inquilino de la Casa Blanca, que puede recurrir a atajos legales para sortear al Congreso

PPLL

Miércoles, 9 de noviembre 2016, 08:37

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Algunos ya visualizan la película. El candidato republicano, Donald Trump, ha ganado las elecciones, convirtiéndose en el nuevo presidente de Estados Unidos. El hombre más poderoso del planeta tiene en sus manos el maletín y los códigos de oro que le dan acceso a las 1.300 cargas nucleares que su país mantiene en permanente estado de alerta. Quedan tres minutos para la medianoche. 23.57 horas. El Reloj del Apocalipsis, el contador simbólico concebido por el Boletín de Científicos Atómicos de la Universidad de Chicago, se aproxima al crepúsculo, a «la destrucción total y catastrófica» de la especie humana. Las alarmas se han disparado, como si la máquina del juicio final sobre la que prevenía Stanley Kubrick en ¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú estuviese adquiriendo tintes premonitorios. El destino de la humanidad ¿se juega a una sola carta?

Este pequeño ejercicio de política ficción sacude el debate público desde hace meses. Analistas y ciudadanos anónimos de un lado u otro del espectro ideológico se preguntan qué sucedería si el multimillonario, al que consideran «una amenaza para la paz mundial», logra acceder a la Casa Blanca. Muchos creen que sus bravatas contra Oriente Próximo o los vecinos del sur podrían ser el desencadenante de una peligrosa escalada bélica de consecuencias insospechadas. En el fondo, subyace una cuestión: el poder de un presidente ¿es ilimitado?

El segundo artículo de la Carta Magna estadounidense establece las prerrogativas del cargo. Ante todo, como representante ejecutivo del Gobierno, debe velar por el cumplimiento de las leyes. Puede conceder indultos y proponer el nombramiento de funcionarios de alto nivel y de miembros de la Corte Suprema o los tribunales de apelación. El presidente, además, es el comandante en jefe de las Fuerzas Armadas. A pesar de ello, y siempre en el plano teórico, no puede declarar la guerra, una decisión que concierne única y exclusivamente al Congreso, que conforman el Senado y la Cámara de Representantes. Sin embargo, la ambigüedad del término guerra le permite tomar algunos atajos.

En realidad, Estados Unidos sólo ha declarado oficialmente la guerra en cinco ocasiones a ocho países. Entre ellos a España, en 1898, tras el hundimiento del buque Maine en el puerto de La Habana. Un conflicto considerado como enfrentamiento militar o un compromiso con aliados extranjeros no requiere en principio de una declaración de guerra, de modo que la facultad de enviar tropas al escenario de combate le corresponde de facto al presidente. El Congreso, en ese caso, sólo interviene para fijar el calendario y la amplitud del despliegue.

El infierno de Vietnam

En 1973, cuando el infierno de Vietnam se aproximaba a su desenlace, el Congreso aprobó la Ley de Poderes de Guerra, en virtud de la cual el Legislativo debía ratificar cada sesenta días la operación militar. Una norma que algunos mandatarios ignoraron... y no precisamente republicanos. Cuando los Balcanes eran un polvorín, el demócrata Bill Clinton autorizó la lluvia de bombas sobre Kosovo y Serbia durante 74 días sin el permiso de las cámaras. Nadie chistó. Su camarada de filas Barack Obama también atacó Libia. En aquella ocasión, en marzo de 2011, ni siquiera avisó al Congreso.

Tres días después de los atentados del 11-S, la potestad bélica del inquilino de la Casa Blanca también se incrementó. El Congreso cedió a la figura presidencial «el poder constitucional para contraatacar contra Estados extranjeros sospechosos de acoger o apoyar a organizaciones envueltas en ataques terroristas contra Estados Unidos». Sin comparecencias parlamentarias ni engorrosos trámites burocráticos, así se justificó la caza de Osama Bin Laden. Citando al célebre abogado norteamericano Robert Muse, dar luz verde a un bombardeo le roba a un presidente «el tiempo que demora escribir su nombre sobre un papel».

No obstante, el presidente cuenta con un mecanismo legislativo a prueba de obstáculos que irrita a la oposición: la executive order. Una herramienta que le consiente aprobar leyes por decreto cuando el Congreso no está por la labor. El récord histórico lo ostenta Ronald Reagan, que sacó adelante la friolera de 381 órdenes ejecutivas. Derogarlas entraña un proceso harto complicado que sólo puede acelerar un tribunal que las declare inválidas por inconstitucionales. El Senado y la Cámara de Representantes deben conformarse con tramitar preceptos que limiten su ámbito de acción. Y, aun así, el presidente podría arbitrar con su veto, la denominada cláusula de presentación, que sólo una mayoría de dos tercios en ambas cámaras tumbaría. Un hecho que, salvo milagro, rara vez se produce, lo que asegura que sigan en vigor hasta el final de la legislatura.

Las órdenes ejecutivas rubricadas por Obama podrán ser revocadas por su sucesor. De Hillary Clinton cabe esperar cierto continuismo en términos generales, pero Trump ha prometido que derogará, por ejemplo, las relacionadas con «las fronteras por las que la gente se cuela en el país como un queso suizo». El magnate neoyorquino se refiere, por supuesto, a la reforma migratoria que evitó la deportación de cinco millones de indocumentados.

Otro de sus dardos apunta a la ley de atención sanitaria, conocida popularmente como Obamacare, que desató la ira republicana tras su puesta en marcha en 2010. Más tibio se ha mostrado contra los decretos que poco a poco han ido minando el embargo cubano. Los diplomáticos de la isla suelen recurrir a la expresión dejar al bloqueo como un cascarón vacío para describir las medidas ejecutivas que ha firmado Obama para desmontar el muro económico que separaba a estos viejos enemigos.

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