El fuego de los incendios
Es el control del fuego y del riesgo que conlleva su uso lo que nos permite dirigirlo hacia nuestros intereses sin ser sus víctimas. La locución 'jugar con fuego' es mucho más que una expresión de nuestra faceta más lúdica
A la pregunta por nuestros orígenes como especie, el antropólogo biológico Richard Wrangham responde que el fuego y su aplicación a los alimentos nos hizo humanos. Radcliffe-Brow recoge que los andamaneses -un grupo humano aislado en el golfo de Bengala-, creen que la posesión del fuego es lo que los convierte en humanos y distingue de los demás seres vivos. «Los animales -dice Wrangham- necesitan comida, agua y refugio. Los humanos necesitamos todas estas cosas, pero necesitamos asimismo el fuego». En efecto, el fuego nos ha permitido no sólo cocinar los alimentos y hacerlos más digeribles, sino también calentarnos, fertilizar terrenos y forjar armas con las que guerrear, para lo cual no sólo precisamos hacer fuego, sino gobernarlo. Es el control del fuego y del riesgo que conlleva su uso lo que nos permite dirigirlo hacia nuestros intereses sin ser sus víctimas. La locución 'jugar con fuego' es mucho más que una expresión de nuestra faceta más lúdica.
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El riesgo
En los años 80 del siglo XX, el sociólogo Ulrich Beck, a raíz del accidente nuclear de Chernóbil, enunció el concepto de 'sociedad del riesgo'. Los humanos formaríamos una 'comunidad de peligros' causados en buena medida por nosotros mismos, lo cual nos enfrenta a desafíos que, como los incendios devastadores, son viejos y novedosos a un tiempo, y que ponen a prueba estructuras políticas que se revelan ineficaces.
El riesgo admite grados y no es evidente. Como sostiene el antropólogo Díaz de Rada, el riesgo es «una codificación institucional del azar, una construcción humana» y, como tal, está sujeto a intereses y sesgos de lo más variado. Mientras el azar admite un cálculo de probabilidades -que nos toque la lotería o que padezcamos tal o cual enfermedad-, el riesgo es una percepción sociocultural y la propia palabra se incluye en el campo semántico del peligro, la amenaza, la protección y la prevención.
Vicisitudes y sistemas expertos
Un gran incendio es terreno abonado para darle sentido a la catástrofe. Sentimos miedo, estupor, indignación. Buscamos causas, señalamos culpables, divulgamos tópicos sobre qué debería o no haberse hecho. Los incendios que sufrimos este verano caben en lo que el antropólogo Michael Carrithers llama 'vicisitudes', eventos inesperados y generalmente trágicos ante los cuales reaccionamos poniendo en juego una parte de nuestro repertorio cultural disponible en forma de recursos, esquemas mentales y formas de actuar. Por ejemplo: hay habitantes de pueblos amenazados por las llamas que se han organizado para defender sus casas a despecho de las órdenes de desalojo. Es habitual en catástrofes que los afectados se resistan a abandonar sus muchas o pocas posesiones, por el temor a perderlas, incluso aun cuando sean cuatro palos y una lona en un campo de refugiados, y no lo hacen porque sean especialmente reluctantes a las órdenes de las autoridades. Se quedan porque suponen que, si se van, lo poco o mucho que tienen les será arrebatado. Su conducta podrá ser peligrosa, pero en modo alguno es irracional. La racionalidad no es patrimonio exclusivo de los expertos y los burócratas. En esos momentos se desvela con todo el dramatismo la ilusión de seguridad que nos prometen una y otra vez esos 'sistemas expertos' -en terminología del sociólogo Anthony Giddens- que se concretan en instituciones encargadas, entre muchas otras funciones, de la gestión de los riesgos. En España es el estado y ese avatar que son las comunidades autónomas, en quienes se cifra la promesa de prevenir, salvaguardar y proteger. Son los expertos y los agentes del poder instituido los únicos en quienes estamos autorizados a confiar, hasta que el edificio de la ilusión de seguridad que nos ofrecen los estados colapsa, se desmorona y ha de ser reconstruido.
La mano del hombre
Las catástrofes que nos asolan, y que ya no cabe ingenuamente tildar de 'naturales', suceden en un tiempo y en un lugar. El uso del fuego por parte de agricultores y ganaderos para limpiar terrenos y fertilizarlos es ancestral, así como su utilización para hacer carbón vegetal. La falta de control de esos fuegos originaba incendios que daban lugar a litigios de todo tipo. Como relata Luis Guitián, el Fuero Juzgo y otras recopilaciones medievales de leyes trataban de regular el uso del fuego. Y ya en el siglo XVIII se conoce el incendio de los montes como medio de protesta ante el intervencionismo de jueces y corregidores que el estado liberal continuará a partir del siglo XIX. Así, quienes usan el fuego de manera instrumental pueden provocar incendios que son antrópicos, y entre ellos, algunos son intencionados, intención variable según la época y el uso de la tierra. En la nuestra, los usos intensivos, la extracción de materiales y la generación de energía son factores que conviene considerar.
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El territorio
Cuando sobre un territorio recaen diversos usos, es inevitable el conflicto. Usos agrícolas, ganaderos, industriales, madereros, energéticos, paisajísticos, mineros, cinegéticos, medioambientales, turísticos, son, a un tiempo, efecto y condición de decisiones políticas. Hablemos del territorio, porque, si bien las llamas no entienden de fronteras administrativas, tampoco son del todo refractarias a ellas. El concepto de territorio que manejamos es administativo y se dibuja en mapas surcados por líneas de distinto color y grosor. Sin embargo, hay otras formas menos deudoras de los estados de base agraria para entender el territorio, como la sugerida por Bruno Latour, para quien un territorio «se extendería tanto como la lista de interacciones con aquellos de los que dependemos, pero no más». Así, en palabras de Latour, los habitantes de un territorio definido de forma más etológica que administrativa, no requerirían de un carné de identidad, sino de una lista de pertenencias. Fijémonos en quién ha sufrido el incendio, dónde están sus pertenencias, miremos de quién dependen para su prevención y extinción, y veremos qué distinto territorio, tan real como simbólico, habita cada cual.
Ambivalencia del fuego
Según el historiador Michel Pastoureau, en la representación del fuego utilizamos el color rojo tal vez porque «el fuego se percibe como un ser vivo» y «al menos en las sociedades antiguas (...) el rojo es el color de la vida». Esto resulta tanto más curioso cuanto que, como señala Pastoureau, «al natural, una llama no suele ser roja sino anaranjada, amarilla, azul, a veces blanca, incolora o polícroma. Incluso las brasas tienden más hacia el naranja que hacia el rojo». El origen del fuego está explicado por un sinfín de mitos en muchas culturas, esos relatos que explican y dan sentido a la experiencia humana.
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En el mundo grecolatino el mito más divulgado es el de Prometeo, un titán que le roba el fuego a los dioses para dárselo a los humanos. La usual interpretación del mito consiste en hacer del fuego el origen de la tecnología humana, un conjunto de herramientas materiales y de ideologías cuyo uso hace posibles tanto el dominio de una Naturaleza separada de los humanos y a su servicio, como la autodestrucción. Como escribió Ulrich Beck, al tiempo que asistimos en directo a destrucciones reales, «la auténtica pujanza social del argumento del riesgo reside en la proyección de amenazas para el futuro». ¿Nos encontramos preparados? Está en nuestras manos, en unas más que en otras, gobernar el fuego y evitar los pavorosos incendios que nos cercan, asolan y amenazan este tórrido mes de agosto de 2025 y que nos tendrán en vilo los años venideros.
Para saber más
Ulrich Beck: La sociedad del riesgo global (siglo veintiuno editores 2006).
Bruno Latour: ¿Dónde estoy? Una guía para habitar el planeta (Taurus 2021).
Michel Pastoureau: Rojo. Historia de un color (Folioscopio 2023).
Alejandro Pedregal: Incendios. Una crítica ecosocial del capitalismo inflamable (Verso Libros 2025).
Guitián Rivera: Los incendios forestales a través de la historia: Pervivencias y cambios en el uso del fuego en el noroeste peninsular (Incendios históricos, una aproximación multidisciplinar, Baeza UNIA 1999)
Varios autores: La sonrisa de la institución. Confianza y riesgo en sistemas expertos (Editorial Universitaria Ramón Areces 2006).
José Manuel Diez Alonso, Lcdo. en Antropología Social y Cultural, es autor del poemario Las puertas vacías (Aliar ediciones 2024).
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