A la hora de interpretar la huida de la escena política española de Pablo Iglesias, el viejo capitán de los 'indignados', protagonistas de aquel episodio con tintes idílicos que se conoce como el 15 M, cuya primera década acaba de subir al calendario, se abren algunos interrogantes:
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¿Quizá un arrebato al estilo de «o César o nada»?
¿O tal vez una retirada a los cuarteles de invierno para preparar la «rentrée» cual ave Fénix resurgiendo de sus cenizas, o como un mesías que ha llevado a cabo su particular cuarentena en el desierto?
Bien debería haber pensado esta segunda opción a tenor de lo que ya decía Cervantes sobre la historia: «...testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir (Quijote I-9)».
Y la historia nos enseña que, habitualmente, conforme al sabio refranero, segundas partes nunca fueron buenas. Véase, por ejemplo, el hoy ya lejano caso de Adolfo Suárez cuando en 1982, un año largo después de haber dimitido de la Presidencia del Gobierno (poco antes de la Tejerada, qué casualidad), volvió a la escena política con su CDS, que apenas cosechó un par de diputados (el propio duque y su antiguo ministro, Rodríguez Sahagún). Luego, tuvo una época de bonanza, llegando a alcanzar un techo de diecinueve escaños en la Carrera de San Jerónimo. Pero, como un mal padre, cuando comenzaron a llegar las duras, lo abandonó en 1991 y el partido terminó malbaratado en manos de Mario Conde para las elecciones generales del año 2000. El fracaso hizo que, como la falsa moneda, la formación política anduviese en años sucesivos de mano en mano, de cama en cama al estilo de 'la Lola' de los Quijano, diría un maledicente.
Quizá algo así puede terminar sucediendo con los Ciudadanos de Inesita, que quiso ser estrellita en Madrid y abandonó su razón de ser: el Parlament de Catalunya. Ahora está conociendo el precio de lucirse en la Villa y Corte mientras se adivina su triste final: o fagocitada – ¿también por don Mario?, como le llamaban sus coleguillas de Alcalá Meco– o convertida en adlátere de don Pedro, el de la Moncloa, adonde ya acudió en septiembre pasado con su vestidito estampado, hecha un primor, a darle el codo ofreciéndose muy dispuesta para contribuir a la aprobación de los Presupuestos Generales del Estado. Y es que la chica necesita, más pronto que tarde, una colocación.
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Sin embargo, Iglesias (Pablo Manuel, como le llama Miguel Ángel Aguilar, el de la SER) es otra cosa: vino en plan rompedor y, quizá, sea capaz también de destrozar algún día la dinámica de la historia. Para eso emprendió desde Vallecas –su hábitat idóneo hasta que vinieron mejores tiempos– el asalto a los cielos al grito de «¡Sí se puede!», después de hacerse dueño del ágora de la Puerta del Sol, donde, como en tantas plazas de esta España nuestra (la de San Marcelo frente a Botines, aquí, en la vieja capital del reino sin ir más lejos), el pueblo llano, en una camaradería que recordaba los mejores tiempos de las barricadas de la Primavera de los Pueblos, cuando en los descansos de la refriega se comían los potajes en comandita mientras las campanas de las parroquias repicaban «la lucha continúa», los de a pie (los humildes consumidores, vaya), muchos alojados en precarias tiendas de campaña, volvieron a creer que las mejores armas eran las palabras, porque esos eran sus poderes: «¡No nos representan!». «¡No hay pan para tanto chorizo!»...
Pero las palabras se las lleva el viento. Un viento que transportó a la nueva política al interior de los palacios de invierno donde se refugiaba la vieja. Y, muy a gustito, allí se quedó a convivir con su hermana rica hasta que, harto de «más de lo mismo», el pueblo ha dejado de votarla en cantidades notables como en sus no tan lejanos mejores momentos, aquellos días de vino y rosas cuando los del niño guapo Rivera (a quien le faltaba un hervor) o los morados y moradas más sus confluencias (greñudos y sin el uniforme habitual que informa a la casta), en número máximo de cincuenta y siete y de sesenta y nueve, respectivamente, asentaron sus posaderas en el templo de la palabra, como le denominó no sé si Borrell cuando le escupieron a la cara o Ana Pastor, la entonces presidenta de aquel patio de colegio cuando llamaba al orden, o la Batet cuando se pone filósofa.
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Y, al cabo, dicen algunos, lo único que ha quedado del 15 M es Vox. Y es que, a veces, el tiro sale por la culata.
Sin embargo, con Pablo Manuel hemos topado. Con coleta o sin coleta (en su nuevo 'look'), regresará. Y, entonces, cuando vuelva a cubrirse de sol, henchido en su ego, seguramente reclamará: «Al César lo que es del César».
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