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El viaje inacabado de Bakari hacia el sueño europeo

El viaje inacabado de Bakari hacia el sueño europeo

El drama de las pateras. El control del Mediterráneo recrudece la 'ruta canaria' de la inmigración, la vía más peligrosa, que solo en agosto se ha cobrado más de cien vidas

bárbara hernández

Domingo, 6 de septiembre 2020, 00:23

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Se acaban de cumplir 26 años desde que la primera patera llegó a Canarias. Arribó a Fuerteventura y en ella viajaban dos saharauis. Desde entonces, más de 100.000 hombres y mujeres (bebés, niños, jóvenes y mayores) procedentes de África han alcanzado las costas de las islas, pero muchos miles se han dejado la vida en el camino. Y agosto ha resultado especialmente trágico. Solo en los primeros 20 días se han contado 70 fallecidos en cayucos.

Bakari (40 años) es uno de los que han sobrevivido a la travesía en estas endebles barcazas. Él, como miles de inmigrantes, tiene una historia que contar sobre lo que dejó en su país, Malí, y los motivos que le llevaron a navegar hacia un sueño europeo, hoy con más incertidumbres que certezas. Pasó una semana acurrucado en una patera hasta alcanzar Gran Canaria. Galletas y 60 botellas de agua para 20 personas eran todas sus provisiones. Llegó con lo puesto. Ni más ropa que un pantalón y un jersey, ni teléfono móvil, ni cualquier otra pertenencia. De eso hace cinco meses. Pero su viaje aún no ha finalizado. Quiere llegar a Madrid, donde tiene amigos, y trabajar «en lo que sea».

Bakari es uno de los casi cuatro mil inmigrantes que han arribado a las islas entre enero y agosto, una cifra que según los datos del Ministerio del Interior ha supuesto un incremento del 719% respecto al mismo periodo de 2019. Otros no han podido contarlo. En torno a 360 personas han muerto en el último año sin poder alcanzar Europa, el triple que el año anterior, según la Organización de Naciones Unidas para las Migraciones (OIM). Casi un fallecido al día en esta ruta arriesgada y letal. La estadística revela que por cada diez personas que han llegado al archipiélago canario, ha muerto una. Agosto ha sido especialmente dramático. A los 70 cadáveres rescatados -en 48 horas llegaron 20 cuerpos en dos pateras-, se suman 63 rostros que se tragó el mar y han sido dados por desaparecidos.

Lejos quedan los 32.000 inmigrantes que llegaron en 2006, el año de la 'crisis de los cayucos', pero el repunte es una realidad desde finales del verano pasado. El férreo control del Mediterráneo por la presión de los refugiados sirios ha vuelto a abrir la puerta a la ruta atlántica, con trayectos mucho más largos (hasta de 1.800 kilómetros, como han llegado a cubrir inmigrantes de Gambia) y peligrosos para estas frágiles embarcaciones, como delatan las tremendas cifras de fallecidos.

En un precario francés (su idioma materno es el soninké, una de las etnias de Malí), Bakari admite que tuvo suerte. Tanto él como sus compañeros llegaron en buen estado, aunque padece una ligera cojera como consecuencia de las lesiones que sufrió durante el viaje. Salió de su región, Kayes, y tras dos días en coche alcanzó un puerto senegalés. «Es lo que tenía que hacer», insiste. Sin trabajo ni formación, y en un país azotado por la violencia, está convencido de que emigrar era la única salida. «Allí no se puede estar tranquilo». Y allí dejó cuatro hijos con los que apenas logra tener contacto.

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En la travesía le acompañaron 20 personas y el miedo. «Cada noche», confiesa ahora mirando al Atlántico que se ha tragado a tantos compatriotas, «pensé que iba a morir». Sobre todo en los días en que el viento arreciaba y las olas «se metían dentro». Recuerda que «todos se vomitaban encima, pero nadie se movía». No hubieran podido. Se lo impedían los calambres y el entumecimiento por permanecer durante una semana en la misma posición, incluso para dormir. Las galletas y el agua se acabaron a los cuatro días de salir. Pero peor que la falta de comida, era el cansancio y el cuerpo dolorido por no moverse durante una eternidad de horas.

2.500 euros por un 'billete'

Insiste en que quiere llegar a Madrid donde aspira a conseguir un empleo «de lo que sea» para tener la vida que vino a buscar. «Cualquier trabajo es bueno». De momento, sigue en un centro de acogida en Las Palmas de Gran Canaria a pesar de que, asegura, tiene papeles de solicitante de asilo e incluso compró un billete de avión, pero «la policía no me dejó salir».

La barcaza de Bakari tardó siete días en cubrir los 1.400 kilómetros que separan Dakar de Canarias. «Allí había mucha gente esperando para salir». Él encontró a un desconocido que quiso «hacerle un favor». Es poco probable que viajara gratis, pero se resiste a contar cuánto pagó. El coste de un 'billete' (a malvivir en Europa o a la agónica muerte en el agua) oscila entre los 600 y los 2.500 euros. El sueldo medio en Malí no supera los 90 euros.

Aunque lo más frecuente es que estas embarcaciones partan de Marruecos -Tarfaya, a 100 kilómetros, es el punto más cercano al archipiélago canario- la presión policial ha ido derivando las salidas hacia el sur, o sea cada vez más lejos. El negocio de unos y la desesperación de otros posibilita que partan cayucos desde Nuadibú, a 760 kilómetros, Dakar, e incluso desde Gambia.

El repunte en la llegada de inmigrantes ya fue evidente a finales del verano pasado y no ha parado de crecer desde entonces, aunque la Delegación del Gobierno en Canarias espera una importante aumento en el último trimestre del año. La preocupación por este fenómeno al alza, y por la saturación de espacios de acogida, llevó al Gobierno insular a pedir una reunión al más alto nivel con Interior. El encuentro se produjo en febrero, con escasos resultados tangibles.

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Inmigrantes durmiendo en colchonetas en el suelo de una nave portuaria, madres con bebés en los calabozos de una comisaría o 72 personas 'tiradas' durante casi cuatro días en un muelle escenifican la evidencia más grave de esta falta de instalaciones y de las dificultades para conseguir recursos de atención adecuados.

La situación se ha visto agravada con la crisis sanitaria y la obligación de pasar una cuarentena. Ello implica que no pueden mezclarse personas de pateras distintas, un escollo más a la hora de disponer de lugares para la acogida. El 90% de los espacios en los que están instalados los inmigrantes pertenecen a la comunidad autónoma, los cabildos o los ayuntamientos, y son sobre todo residencias escolares, polideportivos o albergues. El problema añadido es que los inmigrantes llegan a las islas, pero no pueden salir. A la suspensión de las repatriaciones por la pandemia se suma la política del Estado de anular las derivaciones a otras comunidades, y a Europa para evitar el 'efecto llamada'. Las ONG rebaten esta postura. Desde CEAR -y en una opinión compartida por el Gobierno canario, presidido por el socialista Ángel Víctor Torres- se reitera que se debe facilitar su tránsito al continente. Canarias es solo un paso hacia el destino final de su viaje. De otra forma, las islas terminarán convirtiéndose en un «tapón» en el que no importan cuántas plazas de acogida se creen. Todas acabarán ocupándose.

La compleja tarea de tutelar a 707 menores que llegaron solos a las islas

Mamoudou (nombre ficticio) tiene 15 años y sabe nadar «un poquito». Ni una cosa ni otra fueron obstáculo para que este maliense dejara su país y su familia, y se subiera a una patera para atravesar el Atlántico sin pensárselo dos veces. Su destino era la España peninsular, pero siete meses después sigue en Canarias, un lugar del que no había oído hablar. En las mismas circunstancias se encuentra Abou (tampoco corresponde a su filiación real por tratarse de un menor), de 16 años y procedente de Costa de Marfil. Ambos llegaron a Gran Canaria a principios de año y continúan esperando el resultado de las pruebas que certifiquen su edad. Un proceso que ya era muy lento y que la pandemia ha ralentizado aún más.

Estos jóvenes son dos de los 707 menores extranjeros no acompañados (menas) que se encuentran bajo la tutela de la comunidad autónoma de Canarias. Son fundamentalmente subsaharianos varones y la mayoría reside en centros de los cabildos, aunque el repunte migratorio ha obligado a la Consejería de Derechos Sociales a buscar espacios propios y en estos momentos gestiona de manera directa la acogida de casi la mitad de estos chicos.

Mamoudou y Abou están alojados con otros 34 jóvenes en el albergue del municipio de Tejeda (Las Palmas de Gran Canaria), gestionado por la ONG Mundo Nuevo. Allí ocupan la mayor parte de este tiempo de verano en clases de alfabetización, talleres y partidillos de fútbol.

Pero no están aquí para eso. A pesar de su edad, su objetivo es trabajar. Para eso se fueron de su casa. Mamoudou dejó a sus padres y a dos hermanos en Malí. Su padre pagó 1.000 euros por un 'puesto' en una patera. Una barcaza en la que estuvo 11 días con otras 45 personas sin poder estirar las piernas. El mareante olor a gasoil y a vómito, dice, le impedían comer o beber. Igual le ocurrió a Abou, quien señala además que el movimiento de la patera no le permitió dormir. Llegaron a la costa por sus propios medios y los atendieron los vecinos. Él mismo llamó a la policía para entregarse. «No tenía dinero, ni ropa, ni conocía a nadie. No sé qué podía hacer».

Este joven, que vivía con su tío y no estudiaba «porque no tenía dinero», era ayudante en un taller y aprendía a conducir. Es lo que quiere hacer en España. «Mecánico de camiones». Mamoudou en cambio desea estudiar y ser profesor. Es una excepción entre los que arriban a las islas. Ángel Santana, el director del centro, apunta que «muchos ven los estudios como una pérdida de tiempo. Lo que quieren es trabajar, enviar dinero a su casa y disponer de su vida».

Después de siete meses en acogida, aseguran que están «un poco hartos de no hacer nada». Pero si pudieran aconsejar a sus hermanos o amigos, les dirían «que se queden allí». Abou reflexiona: «Venir hasta aquí... ¿para ir a dónde?».

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