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El Santo Grial

El Santo Grial, fiel a su tradición legendaria, carente de rigor documental, seguirá derramando ríos de tinta entre aquellos que ejercen de mercaderes de lo imposible

Javier Taranilla de la Varga

Miércoles, 24 de marzo 2021, 12:13

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Nos ha parecido interesante traer a escena en estas fechas el tema del Santo Grial en su doble vertiente, mito y reliquia, extractando la información de nuestros dos recientes libros: 'El Santo Grial' (Almuzara, 2018) y 'Eso no estaba en mi libro del Camino de Santiago' (Almuzara, 2020), en los que se trata la cuestión con todo detalle.

El término grial es una castellanización del francés graal, presente también en otras lenguas vernáculas como el catalán (gresal, gresol), el provenzal antiguo (grasal, grasau) o el lemosín (grial, greal). Se hizo popular desde que en un cuento titulado en versión original 'Perceval ou Li Contes del Graal' (Perceval o el cuento del grial), escrito en verso en torno a 1180 por un trovador francés de la Champagne, Chrétien de Troyes, apareció designando un recipiente en forma de píxide o copón, utilizado para llevar la comunión bajo la especie del pan (la Hostia) a un rey enfermo. El autor falleció inesperadamente en 1187 dejando el relato inconcluso. Debido al éxito que había alcanzado tanto entre el estamento nobiliario (que dominaba el arte de la lectura) como entre las clases populares a través de los juglares que lo recitaban por las calles y las plazas de las incipientes ciudades medievales, otros autores lo continuaron, ideando cada cual finales diferentes.

Uno de ellos, el clérigo Robert de Boron (c.1155-1212), natural del Franco Condado, tuvo la idea de retrotraer la acción (efectuando lo que en términos técnicos se conoce como una translatio) a los tiempos de Cristo, sirviéndose del evangelio apócrifo de Nicodemo para emparentar dicho objeto con el cáliz de la Última Cena. En este texto, Pilatos, para deshacerse de las pertenencias de un inocente sacrificado, pone la copa en las manos de José de Arimatea, quien la utiliza para recoger en ella las gotas de sangre que fluían por las heridas del cadáver del Mesías, no en la cruz como erróneamente muestra la iconografía sino cuando estaba lavándolo –algo imposible, porque al cabo de una hora, aproximadamente, la sangre de un cuerpo muerto se coagula y habría que bombear para extraerla–, antes de proceder al entierro, ya que como pariente masculino más cercano al difunto estaba obligado a darle sepultura, según la tradición judía.

Había acabado de nacer, producto de una creación literaria, el mito más grande de todos los tiempos: el Santo Grial, vocablo con el que se empezó a nombrar desde entonces (fines del siglo XI-principios del XII) el cáliz en el que Jesucristo consagró el vino durante la cena del Jueves Santo. Estamos hablando de prácticamente 1200 años después de los hechos de acuerdo al relato cristiano, por lo que tal expresión no tuvo nada que ver con los tiempos evangélicos.

Así todo, ha perdurado hasta nuestros días y hoy no se emplea como un término corriente del lenguaje sino exclusivamente para referirse al cáliz de Cristo. Lo extraño es que sobre este nada se supo durante los primeros tiempos del cristianismo, no volvieron a mencionarlo los textos sagrados: Evangelios, Hechos de los Apóstoles, Epístolas de san Pablo: nadie, nadie escribió ni media palabra sobre el cáliz en el que se había llevado a cabo la transubstanciación de las especies. Se hizo el silencio sin que se dijera qué suerte había corrido ni en qué manos había quedado la reliquia más importante de la religión cristiana. Todo son hoy conjeturas en torno a esa incógnita, una laguna inexplicable para la pieza que había sido, teóricamente, el continente de una parte física de Dios cuando estuvo entre nosotros.

De acuerdo a la tradición judía, los objetos del banquete pascual (el Séder de Pesaj) se guardan de un año para otro con auténtico celo religioso. Y, probablemente, eso haría el misterioso anfitrión, dueño del cenáculo en el que el Maestro y a sus discípulos «comieron la Pascua» (Mt 26:17, Mc 14:12, Lc 22:7-8). Por tanto, otras bocas judías beberían de esa copa sin reparar en lo que tenían entre manos ni en lo que representaba para los seguidores del cristianismo.

Hasta finales del siglo IV (año 383) no existen testimonios de viajeros procedentes de Tierra Santa (como la monja Egeria, probablemente berciana) que afirman haberlo contemplado en la Basílica Constantiniana de Jerusalén; testimonios, como otros posteriores, poco fiables, algunos muy fantasiosos, pensados para atraer audiencia. Pero, aún dándolos por admisibles, estamos hablando de unos trescientos cincuenta años después de la pasión y muerte del Nazareno, tres siglos y medio de oscuridad y silencio sobre el objeto clave de la fe cristiana, imposible de iluminar a la luz de la razón y la ciencia. ¿Qué fue de aquella reliquia, la 'madre de todos los cálices'? ¿Dónde estuvo durante los crueles tiempos de las persecuciones romanas, cuando los mártires daban su cuerpo y su sangre por Cristo, que no alimentaba con la sanguis del Salvador la fe de sus hijos? Este es el mayor misterio que envuelve la copa del Jueves Santo.

En definitiva, hay que tener presente que el cristianismo, como toda religión, es cuestión de fe; y fe es «creer lo que no vimos», sin que por tanto se halle sujeta a la carga de la prueba. En consecuencia, el Cáliz de Cristo, el mal llamado Santo Grial si no es por el camino de la leyenda, no es un objeto de carácter histórico o real, sino religioso, avalado únicamente por la fe de los creyentes. Para el escéptico escritor Juan Eslava Galán, «pertenece al mundo de los sueños».

De ahí, que hayan surgido por todo el mundo numerosos candidatos para hacerse con la gloria de convertirse en el verdadero que tuvo Jesús en sus manos. Lo interesante es que todos han sido descartados por la Ciencia porque los estudios realizados han situado su cronología en la Edad Media, muy alejada de los tiempos evangélicos. Todos menos dos: el Santo Cáliz de Valencia y el cáliz de doña Urraca del Tesoro León, que corresponden a los siglos I a.C. – I d.C.; por tanto, de cronología fiable.

El primero, que cuenta con el respaldo de la Iglesia atendiendo al valor que esta otorga a la tradición –lo que ha supuesto una notable confusión entre los fieles, que debería aclararse más pronto que tarde–, sostiene su pantomima en una supuesta carta autógrafa de san Lorenzo acreditando la autenticidad del objeto cuando fue enviado a Hispania desde Roma en el siglo III por medio de un legionario oscense, con el fin de salvarlo de la persecución del emperador Valeriano, que pretendía incautarse de todos los bienes de la Iglesia, incluidas las catacumbas. Después de un periplo por las montañas aragonesas para salvarlo de la invasión árabe, acabó confinado en el monasterio de San Juan de la Peña. No obstante, dicho manuscrito no aparece por ninguna parte y, sin embargo, sí consta otra misiva del rey Jaime II al sultán mameluco de Egipto, en 1322, solicitando que le envíe, además de diversas reliquias como la Vera Cruz, «lo calze, en que Jhesu Christ consegrá lo dia de la cena». De este texto se desprende que el rey desconocía la presencia del Santo Cáliz en San Juan de la Peña y, en su virtud, no podía encontrarse allí, ya que resulta inexplicable que el monarca no estuviera al tanto de una pieza de importancia capital en el cristianismo, máxime en un tiempo en el que las reliquias otorgaban prestigio y poder. Solo esta evidencia tira ya por tierra toda la supuesta historia del cáliz de Cristo en aquellas tierras y es suficiente para desbancar al grial valenciano de los pretendientes. A mayor abundamiento, el primer documento histórico conservado que lo cita es de 1399, es decir, catorce siglos después de la Pasión y muerte de Jesucristo.

Respecto a las últimas teorías surgidas en torno a esta copa, que la otorgan de acuerdo a la regla del matemático Laplace un 99,9% de posibilidades frente al cáliz de doña Urraca, que se quedaría en un 33%, hay que señalar que la autora de la investigación se hace trampas en el solitario, puesto que dicho principio exige que todos los sucesos sean equiprobables, es decir, que todos los resultados posibles tengan la misma probabilidad, algo que no se cumple en el presente caso, puesto que a favor del recipiente valenciano juega la tradición que le viene concediendo la Iglesia, parámetro con el que desnivela cualquier comparación, odiosa en esta circunstancia.

Otros detalles como las inscripciones aludiendo 'al que más brilla' (que ya Antonio Beltrán en su obra clásica 'El Santo Cáliz', y también nosotros habíamos reseñado) o el número de perlas (que se comparan con los ancianos del Apocalipsis de manera errónea, puesto que aquellas eran veintiocho en origen y estos veinticuatro), ambos asuntos se refieren a la naveta que hace de pie, la cual solo tiene que ver con la copa superior –que es la que se postula como auténtica– para servirla de soporte, unidas ambas a través de un nudo de orfebrería románica, al igual que sucede en el cáliz leonés.

Sobre este último, ya hemos escrito suficiente en las dos obras citadas al principio. Únicamente, reiterar que hace ya más de cinco años (diciembre de 2015) que el descubridor y traductor de los pergaminos árabes en los que una investigación pseudocientífica (criticada por eminentes especialistas) basaba la veracidad de la pieza, publicó una reseña que lleva por título 'De dos pergaminos árabes y un cáliz supuestamente milagroso', en la que se muestra contrario a las tesis que sostienen los historiadores leoneses sobre su procedencia del Egipto fatimita, porque «no se afirma (...) que tan preciada reliquia fuese trasladada finalmente a al-Ándalus, y aun menos que fuese regalada al citado rey leonés [Fernando I]», quien ni a la hora de la muerte la invoca estando como estaba haciendo penitencia por sus pecados en la iglesia de San Isidoro, la cabeza cubierta de ceniza y vestido de penitente, tal como refieren las crónicas.

Además, podemos mantener que tal traslado nunca se produjo, pues según Manfred Luchterhandt de la Universidad de Göttingen, en su artículo sobre los papas y la 'Loca Sancta' de Jerusalén, el Cáliz de la Última Cena ('illo Chalice Domini'), es decir, aquel que los primeros cristianos comenzaron a referir desde el citado año 383 que había sido el auténtico de Cristo, el único que está al alcance de la investigación histórica –no así el que refieren los evangelios, puesto que estos no poseen rigor científico–, fue trasladado a Roma entre los años 800-900, es decir, en unas fechas muy anteriores a las que los fatimíes controlaban Jerusalén. Por tanto, nada tendría que ver con el supuesto envío de esta copa a la península Ibérica ni por parte de san Lorenzo en el siglo III ni por lo fatimitas en el siglo XI ni por los mamelucos en el XIV. Además, a tenor de la descripción que de la reliquia hizo el fraile franciscano suizo Louis-Antoine de Porrentruy cuando, en 1903, León XIII autorizó la apertura del arca cypressina que León III había mandado elaborar para custodiar las innumerables reliquias existentes en la capilla de San Lorenzo in Pallatio de Roma, el cáliz de la Última Cena era de madera. Así consta en una cédula o auténtica (las etiquetas que se adjuntaban a las reliquias con su identificación y autentificación) que describe el contenido del saquito de seda al que se hallaba unido: «frammento di legno in un sacchettino di seta color bruno con talloncino in pergamena» (astilla de madera en una bolsa de seda de color marrón con un pedazo de pergamino).

En consecuencia, a tenor de esta prueba documental que aportamos con todo detalle en nuestro meritado libro, 'El Santo Grial', no estaríamos ante una pieza de ágata u ónice sino de madera, tal vez recubierta de material noble.

No obstante, el Santo Grial, fiel a su tradición legendaria, carente de rigor documental, seguirá derramando ríos de tinta entre aquellos que ejercen de mercaderes de lo imposible.

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