En esta nueva normalidad hay nuevas reglas, nuevos límites y nuevos tontos. La ansiedad, en cambio, es la misma, pero en edición corregida y aumentada, que las dos o tres certezas a las que nos agarrábamos se nos han ido por el desagüe del lavabo. Será por eso por lo que fumo más y duermo menos, como Toni Servillo en «Las consecuencias del amor». De noche, insomne perdido, su personaje deambula por el hotel mientras se enciende un cigarrillo tras otro y escucha a los huéspedes de la habitación contigua. Servillo siempre ha tenido cara de dormir poco. Entre las bolsas bajo los ojos y los surcos alrededor de la boca empiezo a parecerme a él, y me preocupo: puesta a transmutarme en una estrella del cine italiano, prefiero convertirme en Mónica Bellucci. Pero, por muchos «liftings» y muchas liposucciones que me haga, seguiré pareciéndome tanto a la Bellucci como Kiko Rivera a sus hermanos. La genética, a veces, es caprichosa. Por no decir otra cosa.
A nuestra vida también le hemos hecho un «lifting» para intentar volver a ser los que éramos. No hemos querido quitarnos quince años de encima, sino solo unos cuantos meses, los últimos, los que nos han dejado cara de susto y cuerpo de flan. Convalecientes tras la operación y envueltos en mascarillas como quien se envuelve en vendas, los puntos se nos saltan en cuanto nos despistamos. Lo peor es que nos sabemos si el cirujano ha sido el doctor De La Fuente, responsable de la rinoplastia de la reina Letizia, o el doctor Rosado, aquel que afirmaba que podía resucitar a un ahogado quemándole con un cigarrillo en la cabeza y que ofrecía menos confianza en un quirófano que un mono loco con un bisturí. Yo solo pido que no nos quedemos como Mickey Rourke.