La libertad de expresión o derecho al pataleo

Decía Pío Baroja en 'El árbol de la ciencia' (1911) que en España lo que se paga es la sumisión, no el trabajo. Ha pasado más de un siglo y parece que mucho no han cambiado las cosas

Javier Taranilla de la Varga

Miércoles, 13 de enero 2021, 09:27

Decía Pío Baroja en 'El árbol de la ciencia' (1911) que en España lo que se paga es la sumisión, no el trabajo. Ha pasado más de un siglo y parece que mucho no han cambiado las cosas.

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Solo así puede entenderse la obediencia ciega, monolítica, al líder cuando este ha traspasado las líneas rojas del status quo que le condujo hasta el presente.

Ya no sabemos si resulta que los partidos políticos, cuando llegan al poder, se transforman en agencias de colocación: «¡Felipe, colócanos a todos!», imploraba –entregada– la masa cuando aquél se hizo con la Presidencia del Gobierno en la hacía ya un lustro recuperada democracia.

Y Carrillo, poniéndose la venda antes de la herida: «¡No hay una clase política!». No. Se trata de una casta, como sostenían hasta su llegada a la misma los nuevos figurantes.

Lo que prima es el marketing, alimentado por los medios. Nos metieron hasta en la sopa el término comunidades para referirse a las regiones de toda la vida, con la aquiescencia de la nueva casta, que veía en ellas un refugio seguro –al abrigo de un Estado mastodóntico– para los años de vacas flacas, que la alternancia siempre termina trayendo consigo.

Lo principal, pues, es el espectáculo. Con eso de la paridad, el soso hemiciclo del Parlamento, gris y negro de trajes masculinos, se ha llenado de indumentarias de colores: blanco en estado puro, crema, fucsia, azul cielo, verde manzana, pastel, estampados y olé, floreados, rojo pasión, amarillo reivindicativo... alegría para la vista. Ya lo dijo Benedetti: «Defender la alegría... como un atributo», entre otras razones.

Cómo olvidar a Forcadell, la ex del Parlament, cuando acudió a hacer uso de su derecho a la última palabra en el juicio del procés vestida de banana. No creo que a ella y a sus colegas de rebelión les terminen indultando sin que ni siquiera se arrepientan ni ná. Ítem más, andan afirmando que lo volverán a hacer. Si les indultan, aquí va a parecer que vale todo, como en aquel chiste de Eugenio sobre las partes del oído: si vale la trompa de Eustaquio también valdrá la flauta de Bartolo.

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Qué lejos quedan ya aquellos tiempos cuando, en 1981, Adolfo Suárez incorporó a su Gabinete ministerial a Soledad Becerril, la primera mujer ministra de la nueva democracia. Entonces no se decía nueva normalidad; y claro que lo era, porque la vieja normalidad democrática había muerto al tiempo que la II República.

Soledad, tan tierna como una amapola entre tantos varones sola, ocupó la cartera de Cultura. Por ello algunos decían que, bueno, para cuidar de los museos y todo eso, una mujer no estaba mal. ¡Qué cosas!

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Más tarde, ya en 2012, fue encumbrada a la titularidad de esa institución altisonante denominada El Defensor del Pueblo (Defensora, en este caso, que también fue la primera señora en serlo), es decir, quien defiende a los ciudadanos. ¿Cómo? Efectuando recomendaciones a los poderes públicos al objeto de que modifiquen su proceder, o bien al propio reclamante para que acuda al poder judicial. Por tanto, quizá fuera mejor renombrar tan alto organismo del Estado como El Consejero del Pueblo.

Unos y otros se siguen identificando por sus colores representativos. Ya no se usan tanto los manidos rojos y azules. Pero sí los verdes, morados o naranjas. Quizá sea por aquello de que una imagen (si es coloreada, mejor) siempre vale más que mil palabras.

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Y, así, mientras los verdes están prácticamente desaparecidos en combate y los naranjas de capa caída porque dejaron pasar el que seguramente era su último tren, los morados hacen furor tanto entre sus acérrimos defensores como entre sus más encendidos detractores. Son la nueva ola. Contestatarios con alma de revolucionarios de los de hoy, de esos que ya no pisan las selvas ni los barrancos o quebradas como la del Juro, donde fue capturado el Che. Ahora se usan otro tipo de armas.

En su virtud, lo que hicieron en algunos barrios cuando accedieron al gobierno de los ayuntamientos fue iluminar a los viandantes por medio de la lírica disponiendo poemas en los semáforos porque, al cabo, «la poesía es un arma cargada de futuro», como dicen los versos de Gabriel Celaya.

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Y a ver si nos enteramos de una vez. Que eso de ser hombre o mujer (o viceversa) depende únicamente de lo que cada cual se sienta. O no hemos escuchado a la ministra de Igualdad esa: «¿Cuánta talla de pecho tenemos que tener para ser hombre o mujer?». ¿La anatomía, biología y fisiología sexual? Eso es algo aleatorio. Y ya está. O ¿acaso Vd. se cree que don Pedro hace ministra a cualquiera?

En fin, que merced a la libertad de expresión –digo, al derecho al pataleo– que aún nos conceden, por el momento, no habremos de colgar la pluma de la espetera.

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