Maquillaje, peluquería y estética para sus excelencias, don Pedro el presidente y demás 'troupe', antes de comparecer en las ruedas de prensa posteriores al Consejo de Ministros, a fin de lucir el palmito; «servicios de imagen habituales en el mundo audiovisual», según la argumentación de Moncloa –que no quiere llamar a las cosas por su nombre–, porque la imagen es lo que cuenta, más que mil palabras, ya se sabe, pero por lo visto también más que los hechos; los cuales, esperemos, que no vengan también maquillados. ¿O sí?
¡Ay, Carmen Calvo!, la imagen. No he podido menos que acordarme del posado de las ministras de Zapatero para la revista 'Vogue', corriendo el mes de noviembre de aquel vuestro año de gracia de 2004, posado del cual eres tú, junto a María Teresa de la Moda, la única superviviente políticamente hablando. Te recuerdo aún joven, madurita pero aún joven; en un discreto segundo plano, de pie, la cabeza un tantito ladeada, la sonrisa ligera, situada en el ala izquierda, según se mira, de la glamurosa estampa, que cerraba por ese lado, de brazos cruzados, derrochando carácter, la hoy inhabilitada Maleni; y, por el flanco contrario, tu colega Trujillo, la espalda apoyada en una columna, con toda su simbología fálica.
Luego, vinieron aquellos tiempos en los que declarabas que el dinero público no es de nadie. Seguro que ahora sigues pensando lo mismo. De lo contrario, no aprobarías el dispendio de esos casi 20.000 euros de curso legal en la contratación de un/una profesional de embellecimiento y olé.
Pero, ya lo dijo Tierno Galván, el 'viejo profesor': «la vanidad es una característica propia de los animales superiores»; y él también confesaba sentirse cautivo de la misma. En consecuencia, vosotras y vosotros, pobres mortales «al fin y al cá» –como decían aquellos versos de cabo roto cervantino que os dedicó Jaime Capmany a las ministras metidas a modelos–, no habréis podido sustraeros a tal peculiaridad psicológica de la especie humana. A pesar de los dineros que importa, porque el caudal público tiene administrador más que dueño al amparo del ejercicio del arte –mejor, artimaña– de gobernar, al que ya Aristóteles llamó política. «¡Es el sistema, amigo!», que diría Rato.
Conviene no olvidar nunca, sin embargo, aquella otra máxima del mejor alcalde de Madrid desde los tiempos de Carlos III: «Los bolsillos de los gobernantes deben ser de cristal». Pero todo se olvida, porque en el recuerdo –o en la mucha ciencia, como le ocurrió al protagonista de aquel cuento del primer Baroja– hay también mucha molestia. Y, total, para cuatro días que vivimos...
Quizá sea que el populacho ignorante desconocemos lo muchísimo que os desmelenáis debatiendo en el Consejo de Ministros lo que no dejó atado y bien atado la Comisión de Secretarios y Subsecretarios de Estado el día anterior. Y con la cara desencajada, los pelos revueltos y la piel desconchada no pueden los portavoces de un gobierno de la UE comparecer ante los medios de comunicación que transmiten su imagen a los electores que lo sustentan. Pensaríamos que un atajo de vestiglos es el que nos desgobierna.
Ante tamaña obsesión por las apariencias, rayana en la frivolidad, en un país donde diariamente están muriendo por centenares los compatriotas –expresión con la que ahora se llenan la boca unos y otros–, a la memoria me vienen los famosos versos de Rafael Alberti invocando al caballo cuatralbo, que huelga reproducir.