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Decadencia parlamentaria

La vida parlamentaria en las democracias maduras es activa y bronca, en ocasiones desabrida y enervante

ANTONIO PAPELL

Miércoles, 17 de junio 2020, 12:30

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La vida parlamentaria en las democracias maduras es activa y bronca, en ocasiones desabrida y enervante –piénsese en los parlamentos británico o italiano–, y pocos piensan que el sistema este en peligro por algún exabrupto impertinente o por alguna calentura pasajera. Por ello, no hace falta ponerse apocalíptico al juzgar nuestra peculiaridad parlamentaria, que desde que desapareció el bipartidismo imperfecto para nacer el pluripartidismo actual, se ha exacerbado hasta extremos que a más de uno le pueden parecer inquietantes.

Aunque nuestra España actual tiene por fortuna muy poco que ver con la de la primera mitad del siglo XX, no deberíamos olvidar nuestra excepcionalidad histórica, el golpe de Estado orquestado por el ejército y la derecha poco tiempo después de que fuera asesinado el líder conservador en el Congreso, los tres años de cruenta guerra civil, la sanguinaria posguerra y las casi cuatro décadas de dictadura. Y de la misma manera que, por razones obvias experimentadas en carne propia, la democracia alemana es el sistema que con más ardor persigue la apología del nazismo y las organizaciones totalitarias, el régimen español debería ser el más empeñado en mostrar que el sistema parlamentario es el mejor sistema posible de resolución de conflictos, por lo que el respeto al discrepante, la tolerancia con el disidente, la preservación constante del criterio de que el antagonista podría tener razón habrían de ser los criterios rectores de nuestro proceso político. En otras palabras, España, que se vio envuelta cruenta e indirectamente en el problema nacionalista que provocaron el nazismo y el fascismo, debería ser el adalid del patriotismo constitucional, que nos iguala y nos hermana a todos bajo el rasero del Estado de Derecho y no mediante el folklore, la lengua materna o la sentimentalidad.

Dicho esto, hay que reconocer que no es injustificada la alarma que suscitan ciertas confrontaciones irrespetuosas, salvajes, que hemos tenido que contemplar en nuestras cámaras recientemente. El ilustre notario López Burniol, que con tanta mesura analiza desde Cataluña la actualidad en la prensa, se acaba de lamentar con palabras muy medidas de que, en medio de una gran crisis sanitaria que nos está costando varias decenas de miles de vidas y que antecede a una irremediable crisis económica, hayan resucitado nuestros viejos «demonios familiares: la división cainita, la radicalización visceral, la conversión del adversario en enemigo y la violencia verbal como pórtico de otras agresiones ya insinuadas». ¿Puede asegurar los líderes de los partidos que sus bases no se extralimitarán después de haber presenciado un rifirrafe tabernario que las ha exaltado y las ha puesto en disposición de resolver el pleito con los puños?

Tenemos una mala clase política porque últimamente no proviene de un proceso de selección natural, entre otras razones porque la función está desprestigiada y hay pocos graduados brillantes que quieran formar parte de este colectivo. Por ello, seguramente, la política adolece de falta de profesionalidad, y la mediocridad ha desembocado en una carencia deprimente de ética pública. «Mi poder -dejó escrito Teddy Roosevelt–- se desvanecería desde el momento en que mis conciudadanos, que son rectos y honrados, dejasen de creer que yo los represento y que lucho por lo que es recto y honrado…». Y aquí, cuando un zascandil recargado de ideología insulta abiertamente a quien le contradice, debería abdicar de una representación que no merece. Porque esta función representativa es sagrada, puesto que sobre ella se sostiene el concepto de soberanía nacional.

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