«La migración tiene un coste emocional muy duro aunque sea por voluntad propia»
Mónica Miguel Franco, leonesa afincada en Panamá desde hace casi treinta años, asume con naturalidad la dificultad del proceso de cambiar a una cultura «muy diferente» en la que ella consiguió hacerse un hueco como antropóloga, profesora, periodista, actriz o poeta
Hay leoneses que se marchan de su casa con una maleta. Y otros, como Mónica Miguel (León, 1971), que se fueron con un puñado de libros de filosofía bajo el brazo y un amor hispano-panameño nacido en Salamanca, durante su carrera universitaria, que acabaría llevándola, en 1997, a un país que por aquel entonces apenas aparecía en el radar mental de los jóvenes españoles: Panamá.
Tenía 26 años cuando decidió cruzar el Atlántico «por voluntad propia», como recalca antes de explicar que la migración, incluso la elegida, puede ser tan dura como reveladora.
Una carrera desarrollada al otro lado del océano
En Panamá, Mónica construyó una dilata trayectoria llena de empleos de diverso índole. Antropóloga, directora del Museo Reina Torres de Araúz, gestora de educación en el icónico Biomuseo de Frank Gehry, columnista de opinión, actriz, poeta, profesora universitaria, guionista, locutora -aunque paradójicamente sin poder ejercer como tal por ser extranjera-… La lista es tan amplia como la energía con la que lo detalla.
Su currículum en el país centroamericano es extenso, pero no siempre fue fácil. Porque Panamá, explica, «es un país complicadísimo» que ofrece «una fachada moderna con rascacielos, autopistas de seis carriles y playas paradisíacas» que poco tiene que ver con la realidad cotidiana de quienes viven allí. «Yo le digo a todo el mundo que Panamá para ir de vacaciones es absolutamente fascinante, te lo vas a pasar súper bien, vas a disfrutar muchísimo, pero luego está la idiosincrasia del panameño y el hecho de que hay sesenta profesiones que no puedes llevar a cabo si no eres panameño», explica.
El choque cultural en los pequeños detalles
Lo que más impactó a Mónica no fue la distancia, sino los detalles minúsculos del día a día: «Yo al principio recuerdo llorar a lágrima viva porque me lancé de valiente, me fui caminando a una farmacia a comprar una crema hidratante para el pelo y terminé teniendo que llamar por teléfono al trabajo de mi marido llorando porque era incapaz de entenderme con la con la chica que me estaba atendiendo. Y hablamos el mismo idioma».
Más allá de esa impactante anécdota, la leonesa mencionó también la dificultad de acudir a un lugar donde «no reconoces olores, ni sabores, ni siquiera el agua; descubrir que en una ciudad de un millón de habitantes no hay aceras fuera de unas pocas zonas; o que para comprar cualquier cosa, desde pan hasta un café, hay que coger el coche».
A eso se suma una idiosincrasia compleja a nivel cultural, una forma de entender la vida de rivalidad y de miedo a ser engañado. Una mentalidad que, como reconoce, «hace dificilísimo» crear amistades reales, aunque ella, finalmente, reconoce que las acabaría logrando.
La dureza invisible de migrar
Mónica llegó con trabajo, pareja y estabilidad, pero aun así sufrió el golpe emocional que solo conoce quien deja su país. «No tienes asideros», recuerda. «No están tus padres, tus amigos de siempre, no conoces ni siquiera dónde comprar botones porque no existen las mercerías. La factura telefónica mensual podía costar 800 dólares porque pasaba horas hablando con su madre». Y aun así, dice: «Tuve suerte. No quiero imaginar lo que es migrar por guerra o por hambre». Una vida intensa… pero que no permite jubilarse allí.
Aunque es un país «risueño», Mónica admite que el día a día en Panamá es agotador para buena parte de la población. «Decenas de miles de personas se levantan a las 3:30 de la mañana y regresan a casa casi a medianoche. Sin tiempo para ocio. No es un lugar para jubilarse porque no hay centros de día, ni clubs de lectura ni esa red de vida social con cosas básicas que en León damos por hecha».
Lo que más echa de menos
Cuando se le pregunta qué echa de menos, sorprende respondiendo algo que solo alguien con alma de poeta puede decir, traspasando lo tangible para culminar yendo un paso más allá algo más allá: «La luz de León y el cielo es seguramente lo que más echo de menos. Cuando sales de León y miras el cielo de otros sitios, no es igual. También me pasa con el olor del río, el otro día cuando volví a León y estaba cruzando una de las pasarelas del río Bernesga, se me llenaban los ojos de lágrimas».