Se retira Aurelio, el jefe del último adiós
El enterrador del Cementerio de Puente Castro afronta su jubilación tras 38 años y medio de trabajo en el camposanto de la ciudad | Una vida ligada al camposanto que comenzó residiendo en el propio cementerio y que culmina ahora tras dejarse la piel en la pandemia
Aurelio es de esas personas que, después de una vida de trabajo, llevan mal lo de afrontar la jubilación aunque juren que miraban los días para saber si ya podían retirarse.
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Tras 38 años y medio de labor constante como enterrador del Cementerio de León, la de Aurelio no ha sido la típica retirada del futbolista que disfruta unos años de un destino paradisíaco donde los ingresos son inversamente proporcionales al esfuerzo. A él le pilló una pandemia que le obligó a no parar durante jornadas maratonianas en las que solo tres familiares podían acompañar al difunto. Un colofón que, aunque no se pueda elegir, no fue justo con Aurelio, que en Puente Castro las ha visto de todos los colores.
«Estos últimos meses los entierros han sido un poco duros en el sentido de ver a las familias impotentes y con un cierto recelo de nuestro trabajo, algunos pensaban que el difunto podía no ser el suyo», apunta, lamentando que «igual sí que hubiera preferido otro final, pero no tenemos el don de decidirlo. Me ha tocado esta época y este tiempo y había que tirar y adaptarse».
Infancia unida al cementerio
Al cementerio capitalino llegó maleta en mano un 2 de mayo del 66. El oficio del padre de familia obligaba a vivir en la conocida como 'casa del conserje' del Cementerio de León. «Aquí había una tranquilidad absoluta», confiesa a la entrada del camposanto. Eso sí, al principio no fue fácil. «Cuando estabas estudiando y alguien te preguntaba dónde vivías daba un poco de corte, porque yo decía que vivía en la casa del cementerio. Con el tiempo ya empecé a decir que residía en la avenida San Froilán número 60», comenta en tono jocoso.
No es arriesgado decir que a Aurelio el oficio le viene de familia. Hablar de la profesión del padre también generaba ciertas reticencias hasta que una hábil profesora se cruzó en su camino. «Me dijo 'tu padre es funcionario de administración local del Ayuntamiento'», recuerda con cariño. Y él se quedó con la copla.
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38 años y medio de trabajando en el cementerio dan para mucho. «Los primeros años eran más duros, se hacía un trabajo más físico, pero a medida que ha pasado el tiempo hemos mejorado en maquinaria y los trabajos han sido más llevaderos», confiesa mirando al horizonte. No le faltan palabras de agradecimiento, que recuerda a cada poco. «Estoy muy orgulloso de haber trabajado aquí sirviendo a nuestra ciudad, muy agradecido a mis compañeros y jefes».
Durante el reportaje no faltan las veces que Aurelio comprueba que todo está en perfecto estado de revista. Gajes de un oficio que cuesta abandonar. De momento estrena jubilación centrándose en amigos y familiares y, quizá el año que viene, ayudará a alguna persona mayor.
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«Ahora me toca relajarme, darme cuenta de que no tengo que madrugar y que las responsabilidades son otras», señala como lista de prioridades.
Un oficio en la sangre
Para llegar a este momento toca remontarse a la juventud de Aurelio. Comenzaban los años 80 en León y el hasta ahora enterrador se encontraba opositando. «Mi padre que en paz descanse me dijo 'bueno, entra a trabajar aquí en el cementerio, vas ganando dinero y sigues opositando'». Entró el 15 de abril del 82, con Juan Morano como alcalde, y las condiciones y el dinero que iba a entrando le hicieron acomodarse.
Anécdotas hay tantas como años vividos. «Aquí vivimos hasta el año 93, cuando nos mudamos a Puente Castro», explica, para proceder a contar los relatos que le van llegando a la cabeza, como el entierro más fastuoso que vivió en el cementerio, que no fue otro que el del almirante Martín Granizo. «Toda la calle estaba llena de militares porque era el jefe del Estado Mayor, una autoridad. Vinieron los tres ejércitos, hubo salva de cañones y fue un entierro increíble», recuerda.
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Leyendas y mitos
El oficio le ha llevado, entre otras cosas, a ser de los últimas personas que vio al genial José Vela Zanetti antes de ser incinerado.
Duele especialmente recordar los entierros que no tocaban. «Me sigo poniendo triste cuando pienso en la vez que dimos sepultura a cuatro jóvenes que murieron en un accidente de tráfico, tres chicas y un chico. Mi trabajo a veces puede ser ingrato, sobre todo cuando entierras a una persona joven. Pero toca hacerlo de la forma más profesional posible, porque la gente te demanda que tu labor sea perfecta».
Tras casi cuarenta años en la labor, Aurelio ha dejado el relevo en buenas manos. Su compañero Fortunato «que es muchísimo más joven» y su hermano se turnarán en cubrir su puesto, algo que ve como «una gran satisfacción».
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Aurelio se jubila sin haberse topado con ninguna de las leyendas que circulan sobre los cementerios, y eso que vivió en él. «He pasado noches intempestivas mirando por la ventana y nada. Tampoco a gente que haya sido enterrada viva. Nada. Me preguntan si he visto fuegos fatuos, pero eso es cosa de las batallas medievales», confiesa con una sonrisa.
El enterrador del Cementerio de León dice adiós al camposanto para afrontar un retiro merecido. Ya tocaba, aunque Aurelio sigue moviéndose en el cementerio como cuando era responsable de que nada fallara. Gajes de un oficio que uno no olvida con el carnet de pensionista.
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