Reportajes
REPORTAJE
La memoria del hielo
Tres oleadas de aire siberiano dejaron hace 60 años a todo el país bajo cero. En febrero de 1956 se alcanzó el récord de frío de España: -32 grados
En Reinosa (Cantabria) se alcanzaron los 16 grados bajo cero y se acumuló metro y medio de nieve
En Reinosa (Cantabria) se alcanzaron los 16 grados bajo cero y se acumuló metro y medio de nieve
Borja Olaizola
06/02/2016 (17:06 horas)
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Una lengua de aire gélido que se descolgó del Ártico hace sesenta años marcó el inicio del mes más frío que se haya registrado en España hasta la fecha. Febrero de 1956 ha sido para varias generaciones de españoles una fecha referencial en lo meteorológico: en cualquier conversación sobre el tiempo salía siempre a relucir como paradigma de lo que representa el frío. Las muchas y muy severas heladas que desde entonces ha vivido la península han palidecido siempre frente a la memoria del hielo que el aire siberiano talló durante aquellos treinta días en nuestro imaginario colectivo. Durante aquel largo periodo de frío extremo se registró la temperatura más baja que se ha medido en España -32 grados bajo cero-, a la vez que la agricultura vivió una de sus mayores catástrofes con la pérdida de millones de naranjos, olivos y otros frutales.

El despliegue de carámbanos colgando de los tejados, las fuentes heladas y las aceras cubiertas de nieve son estampas recurrentes que nos remiten a los inviernos más duros. Hace sesenta años, sin embargo, se registró una imagen que no se ha vuelto a ver desde entonces: agua de mar congelada en rocas y arrecifes de la Costa Brava. "Hacia las seis de la tarde del 1 de febrero de 1956 -recuerda la meteoróloga Margarita Martín- un potente chorro de aire del Noroeste irrumpió por Cataluña y se desparramó por toda la península". Como si de una película de dibujos animados se tratase, aquella primera corriente polar dejó un rastro de hielo que fue cubriendo con un manto blanco toda la geografía ibérica.

Los termómetros se desplomaron de golpe y porrazo hasta marcar mínimas nunca conocidas. El observatorio de Igeldo, en San Sebastián, registró - 12,1 grados, mientras que en Gerona se llegó a los -10,5 grados y en Barcelona, a los -6,7 grados. Si en la costa, donde el mar suele atemperar el zarpazo del frío, se alcanzaron esos valores, en el interior la embestida fue todavía más feroz: en Pamplona llegaron a los -15,2 grados y en Vitoria, a los -16,8. Ni siquiera en el litoral mediterráneo se libraron del hielo: Valencia y Castellón registraron récords de frío, con mínimas de -7,2 y -7,3 grados respectivamente, y hasta en la siempre cálida Almería el termómetro se fue hasta los -1,2 grados. El frío extremo no fue además cuestión de dos días, sino que se prolongó durante todo el mes con el paso sucesivo de tres frentes de aire polar en una situación climatológica inédita.

La caída de las temperaturas devolvió a las comarcas pirenaicas a la era glacial. Margarita Martín, una recién nacida entonces, vivió aquel mes en Andorra, donde había sido destinado su padre. "Mi madre no me quiso sacar de casa durante semanas porque el frío era tan intenso que hasta la ropa lavada que se tendía a secar en la cocina se congelaba por las noches. El primer día que salí fue cuando mi madre se asomó al termómetro de la ventana y vio que la temperatura había subido a -20 grados. Como habíamos pasado un febrero tan atroz, aquello le debió parecer casi primaveral". Si se tiene en cuenta que en el cercano lago de Estanygent, en Lérida, se había alcanzado el día 2 la temperatura más baja que se ha medido en España, -32 grados, los -20 grados de Andorra se antojan hasta templados.

El frío paralizó por completo el país: las carreteras se hicieron impracticables, los escasos aviones que había se quedaron en tierra y las flotas pesqueras permanecieron todo el mes amarradas; lo único que siguió funcionando fue el tren. Dado que el flujo de intercambios era infinitamente más reducido que ahora, la paralización apenas provocó problemas de desabastecimiento en un país que no había tenido otro remedio que acostumbrarse a la autarquía.

Helada negra

Los que sí tuvieron que trabajar a destajo fueron los traumatólogos, ya que las lesiones de huesos a consecuencia de las caídas por resbalones en el hielo se multiplicaron. La calefacción central no estaba aún generalizada y en la mayor parte de los pisos de las ciudades combatían el frío con braseros y botellas de agua caliente para la cama. En el campo, sin embargo, pervivían los fuegos bajos y las cocinas económicas. Recursos como hornear ladrillos para luego envolverlos en una tela y meterlos entre las sábanas se volvieron una rutina antes de ir a la cama en muchos hogares.

El escritor Vicente Aupí dedicó uno de los capítulos de su libro ‘El triángulo del hielo’ a febrero de 1956. "Heló la mayor parte de los días a orillas del mar y ciudades como Barcelona vieron como se congelaban sus fuentes y estanques durante semanas". Aupí, que también escribió un trabajo sobre el fenómeno junto al climatólogo José Ángel Núñez, recuerda que fue aquel mes cuando se consolidó la amenaza del hielo negro, una pesadilla que ha perseguido desde entonces a los agricultores. "Muchos de los naranjos que sucumbieron al frío junto al Mediterráneo aparecían con sus frutos destrozados y ennegrecidos por hilos invisibles, en una imagen que ayudó a mitificar el concepto de helada negra que temen las gentes del campo en la segunda parte del invierno".

Además de millones de naranjos y otros muchos frutales, el hielo también se llevó por delante olivares enteros y, más al norte, plantaciones completas de especies como el pino radiata o el eucalipto. "La gravedad de los daños -observa Aupí- se debió no solo a la intensidad y persistencia de los fríos, sino también a que el mes de enero fue térmicamente suave y la vegetación adelantó su ciclo antes de la llegada de la primavera, por lo que la invasión de aire polar tuvo efectos desastrosos".

Aquel febrero de hielo marcó un antes y un después que va más allá de lo meteorológico. Margarita Martín recuerda que en aquella época la mayor parte de España vivía de la agricultura y el desastre de las heladas fue de tal magnitud que obligó al Gobierno franquista a dar un giro en su política para abrirse al exterior. "El Plan de Estabilidad de 1959, que fue el que abrió las puertas de España a las empresas extranjeras y el que hizo posible el salto de un país agrícola a otro industrial, tiene su origen en las heladas de febrero de 1956. Aquel desastre, unido a la terrible sequía del verano de 1957 y las posteriores inundaciones de Valencia, convencieron a Franco de que había que buscar otro modelo económico", recapitula la meteoróloga.

La helada tuvo también otra repercusión: dio lugar a un despliegue periodístico sin precedentes en la historia de la información meteorológica. Lo recuerda Vicente Aupí, que repasó los periódicos de la época: "Entonces los diarios apenas dedicaban al tiempo un pequeño hueco en páginas interiores. Por eso resulta especialmente llamativo, y evidente reflejo del alcance de la ola de frío, que algunos rotativos dedicasen varios días de aquel febrero toda su primera plana a las heladas". La ola de frío sacudió a todo el continente con una crudeza inusual en una escala de temperaturas mínimas que fue de los -35 grados de San Petersburgo a los -20 de París. Regiones enteras quedaron aisladas por la nieve y se observaron fenómenos inéditos como la congelación de la superficie de la mayor parte de los ríos europeos al norte del Loira.

El 60 aniversario del Gran Frío de 1956, que es como fue bautizado el fenómeno en algunos estudios meteorológicos, coincide precisamente con un invierno especialmente benigno que tiene visos de alumbrar una primavera más temprana que nunca. Las previsiones hablan de un febrero tan dulce como enero aunque el refranero ya advierte de que no conviene fiarse: "La flor de febrero no ve el frutero".

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