Pero, en cuanto que marineros de la vida que nos reta, llevamos un barco dentro.
Hace falta haber sobrevivido a jornadas de mar irritado, avieso, días de olas como dientes mellados bajo un cielo que se diría palio de misa negra, para sabernos –de acero es la voluntad, de acero la inquietante frecuentación del coraje- materia humana cósmica, sísmica, insumergible.
La enfermedad con reverso, aunque poderosamente turbia, es un foco de resistencia cuando se entiende que no está del lado de la muerte sino más bien del de la vida y su embriaguez prudente.
La formación emocional que proporciona la poesía se torna entonces en asidero para todo iniciado en naufragios penetrantes.
Ah, leña y arroyo somos, manos que se agarran ya sólo a lo que arde, sobaqueras líricas cuando la ruina puede destruírnoslo todo salvo la dignidad…
Como madres fareras educadas en el arte líquido de la espera, llevamos un barco dentro.
Pero la eternidad reina contra nosotros, y estar rodeados de sillones vacantes nos hace saber leves. Por eso un poco todos, al modo de disidentes, queremos abandonar este lado de la vida así, como pasajeros del Titanic (morir cuando mejor lo estamos pasando) porque, tal que mariposas sin alas, nos creemos de tierra adentro.
¿De tierra adentro?
Somos –la poesía con su dosis de más allá lo dice- terrenales y más: también espíritus épicos enamorados de mares que no pueden nombrarse; seres desconcertantes que intuyen los naufragios terribles que luego, al poco, eligen.
Los que como ángeles desplumados pudimos tocar un día la muerte con la punta del alma y ahora bañados en el amor en el que se basa todo aún seguimos viajando acaso así, zurumbáticos de anhelo en anhelo, de astro en astro,llevamos un barco dentro.
Luis Artigue
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