Opinión
OPINIÓN POR GUSTAVO TURIENZO VEIGA
Del ajedrez en la corte de los califas 'abbāsíes
A la sazón, corría el siglo VI de la Era Cristiana...
17/02/2015
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LEÓN, ENTRE DIOS Y ALÁ
....cuando el Rey de Reyes Cosroes Anūširwān (531-579 d. C.), soberano sasánida de Persia, envió a su médico Burzūŷa –o Burzoe- a La India, encomendándole que, a su regreso, trajera cuantos tratados hindúes de medicina fuera capaz de acopiar. Ahora bien, el citado sabio, por fortuna para nosotros, no cumplió estrictamente el encargo de su real patrón, sino que trajo consigo “las fábulas de los cinco libros” (Pañcatantra), las cuales tradujo del sánscrito al pahlawī, (posteriormente, ese texto fue vertido al árabe bajo el título de Kalīla wa-Dimma, y a mediados del siglo XIII fue trasladado al español, con el título de Calila y Dimna), e introdujo en su país el juego hindú del ajedrez. Así pues, cuando los árabes invadieron Persia, durante el siglo VII de Nuestra Era, la I del Islam, el ajedrez ya era conocido en ese país.

Aunque no sabemos cómo se difundió entre los árabes, su popularidad era indudable hacia el año del Señor de 813 -198 de la era islámica-, cuando, a la sazón, le otorgó carta de naturaleza el dinasta ’abbāsí al-Ma’mūn (786 / 170 – r. 813 / 833 – 198 / 218), hijo que fuera de Hārun al-Rašid, el califa de Las Mil y Una Noches. Al-Ma’mūn, hijo de una mujer persa, era un califa inquieto, muy culto y un punto libertino: no sólo erigió en Bagdad una Casa de la Sabiduría, -academia genuina y centro de estudios dotado de una formidable biblioteca-, donde se estudiaban con verdadero fervor muchas ciencias procedentes de La India (de hecho, las investigaciones allí realizadas acerca del meridiano de la Tierra y otras de carácter algebraico marcaron un hito en su época), sino que, además, fue un consumado jugador de ajedrez, cuya difusión promovió con entusiasmo.

Sin embargo, al-Ma’mūn no practicaba el citado juego por mero placer intelectual; en ese extremo el califa en nada difería de sus contemporáneos y contertulios, pues en la corte ‘abbāsí la práctica ajedrecística se tornaba invariablemente tumultuosa. En efecto, los dinastas de Bagdad apreciaban más la música, los chismes, los refranes, las palabras fuertes y las historias salpimentadas que acompañaban a las jugadas que el juego en sí, y las sesiones que patrocinaban, llamadas “Jornadas de Ajedrez” (nawādir al-šatranŷ), solían degenerar con frecuencia en prolongadas bacanales. Por esa causa, cuando al-Ma’mūn accedió al poder e invitó a los jugadores más famosos a su palacio, viendo que se dominaban en su presencia, exclamó con voz estentórea:

“El ajedrez no se compagina con la respetuosidad. Hablad como si estuvierais solos”.

Al-Ma’mūn también era un hombre muy supersticioso, circunstancia que ha propiciado se conservase el nombre del inventor indio del ajedrez en una fuente islámica, tal y como se refleja en el siguiente pasaje:

“En el siglo IX / III, el shah de Zabulistān -Gazna- envió al califa al-Ma’mūn, a guisa de presente, a su filósofo (y astrólogo) Ḏūbān, el cual calculó para el califa el momento óptimo para emprender la guerra que aquél tenía previsto emprender. A petición de su señor, Ḏūbān, además, realizó una predicción sobre el futuro de su dinastía, la ‘abbāsí. El califa, al escuchar sus vaticinios, demandó a Ḏūbān cuáles eran sus fuentes, y éste respondió que se basaba en los libros de los filósofos y en las predicciones astrológicas realizadas por el indio Ṣaṣṣa ibn Dāhir, “inventor del ajedrez”.

Promovido y sancionado por los califas ‘abbāsíes, el juego del ajedrez no tardó en difundirse ampliamente a lo largo y ancho del mundo islámico, pues en breve se dieron también a su cultivo los diversos potentados locales que se arrogaron la gobernación de amplias porciones del mismo, ávidos por emular a sus califales señores. En pocos años, se tornó evidente que un perfecto caballero árabe –máxime si albergaba aspiraciones- debía saber jugar al ajedrez, pues sólo un dominio perfecto de ese arte permitía franquear el umbral de los salones más exquisitos, aquellos donde los poderosos decidían el futuro de los pueblos entre partida y partida. Desde esa era, cualquier patricio musulmán dotado de ambición estuvo obligado a conocer los rudimentos del noble arte, y aún a desempeñarse en el mismo con cierta soltura.

El auge del ajedrez alentó a todos aquéllos que, entonces como ahora, están constantemente dispuestos a servirse de cualquier arbitrio para obtener fama, medro personal y dineros. En efecto, algunos mercaderes de esclavos bastante avispados, -residentes en las ciudades de la Ruta de la Seda-, abrieron escuelas de ajedrez, dónde enseñaban los rudimentos de ese juego a los chiquillos que demostraban poseer mayores aptitudes para ello. Era fama estaban especialmente cualificados para su práctica los turcos y los llamados eslavos, los primeros a causa de su testarudez, su acometividad y su astucia, y los segundos debido a su capacidad de reflexión y aprendizaje.

En cambio, las esclavas ajedrecistas procedentes de La India no gozaban de mucha popularidad, porque no sólo su mucha sutilidad –dicen las crónicas- ofuscaba a los jugadores árabes, habitualmente demasiado impulsivos y sanguíneos, sino porque además se valían de sus encantos para confundir a sus contrincantes, fuera cual fuera su sexo. No obstante, algunas esclavas especializadas en el ajedrez, capacitadas para musicar sus jugadas, alcanzaron un costo fabuloso en el mercado: por ejemplo, el emperador bizantino y el gobierno ijsidí de Egipto ofrecieron, respectivamente, 30.000 dinares por una de ellas, perteneciente a un músico de renombre. Con todo, el gobernador de Jurasán superó esa formidable suma, al pujar con 40.000 dinares.

El músico, que no desearía concitarse la enemiga de ninguno de esos potentados, se casó con la esclava y resolvió así el dilema… El sexo pasó por ende a desempeñar un papel primordial en las jornadas ajedrecísticas. Tan es así, que incluso se recomendaba los esclavos ajedrecistas de ambos sexos fueran feos o contrahechos. De esa manera, se trataba de contrarrestar jurídicamente la atracción física ejercida por algunos esclavos sobre sus contrincantes libres.

Como era de esperar, esas recomendaciones fueron deliberadamente ignoradas, y con frecuencia, como ya apuntáramos con anterioridad, las partidas se celebraban en el contexto de formidables orgías.

Ese extremo estimuló notablemente el ardor por el juego de las clases pudientes, las cuales, siguiendo el ejemplo ofrecido por los califas y sultanes, se dieron a la práctica del ajedrez, crearon asociaciones de jugadores e incluso conservaron sus mejores jugadas poniéndolas en verso y musicándolas. De esa guisa se han conservado por escrito algunas jugadas famosas, datadas en el siglo IX / III. Otras partidas, en cambio, se han conservado completas, incrustadas en ciertas crónicas más o menos mundanas y en algunos decretos jurídicos de referencia, porque los alfaquíes las comentaron, refrendando su legalidad o refutándola. Y aún hubo encuentros que, celebrados en los albores del siglo X de Nuestra Era, se han conservado en los manuales de ajedrez árabes redactados hasta el siglo XVIII de Nuestro Señor, sea como ejemplos señeros de buen juego, sea por cualquier otra circunstancia más o menos pintoresca, o incluso grosera.

Lo cierto es que el ajedrez se difundió en breve entre todos los grupos sociales, y si se practicaba con entusiasmo en los salones califales, no fue por ello menos estimado en las posadas o en las tabernas de los pueblos más remotos. En efecto, el ajedrez era muy popular por doquiera ya en el siglo X de Cristo, IV que fue de la era islámica: a la sazón, en esas fechas un grupo de empleados que viajaban hacia Egipto en busca de colocación se hospedó en casa de un gran comerciante, en Damasco; en el baño, fueron servidos por “dos hermosos adolescentes y dos esclavos imberbes”. A continuación, comieron, mientras otros dos esclavos les frotaban los pies. Después, el propio señor llevó a sus huéspedes a una sala con vistas a un hermoso jardín, donde comenzaron a trasegar sin moderación toda clase de bebidas fermentadas. A la sazón, el señor sacudió con la mano una cortina y un grupo de almeas comenzó a cantar desde detrás de la misma.

El dueño de la casa ordenó a sus esclavas que se mostraran ante sus invitados, y éstas, obedientes, así lo hicieron, ataviadas con sus más hermosas galas. Los alegres invitados, similares a un navío en plena galerna, habían arrufado ya tanto vino que amenazaban sucumbir contra el pavimento, convertido bajo sus pasos vacilantes en un océano enfurecido, cuando el señor les demandó porque no habían copulado con los muchachos y les incitó a escoger una amante para pasar la noche, entre aquellas jóvenes. A la mañana siguiente, fueron conducidos al baño y servidos por los imberbes, mientras se les ungüentaba. Después, el amo de la casa les preguntó cómo preferían pasar la mañana, si cabalgando, jugando al ajedrez o a las tablas reales o viendo libros. Ellos respondieron que preferían jugar al ajedrez y a las tablas reales y ver libros.Así transcurrió el tiempo.

La libertad de costumbres que con frecuencia se manifestaba abiertamente en jornadas como la descrita, así como los numerosos escándalos generados durante las partidas, provocaban las reiteradas censuras de algunos alfaquíes, los cuales condenaron el ajedrez, asimilándolo a los juegos de azar, prohibidos por la legislación coránica; ciertamente, con harta frecuencia muchos jugadores, embebidos en la partida, ignoraban deliberadamente la obligación de concurrir a la oración colectiva de los musulmanes; y está constatado, además, que durante las partidas se cruzaban formidables apuestas o se regalaban recompensas desmesuradas a los mejores jugadores. El vencedor obtenía toda clase de fantásticas ganancias.

Por ejemplo, una comida pantagruélica y sibarítica. La pasión por el juego llegó así a provocar, ocasionalmente, la ruina de los participantes, y en algunos casos extremos incluso su envilecimiento más absoluto: efectivamente, ajedrecistas hubo que apostaron a sus cuatro mujeres legales en una sola partida, mediando un contrato escrito, y que al perderla se vieron forzados a entregar temporalmente a sus cónyuges al triunfador de la velada, traspasándole “sus derechos de maridaje”.

Claro está, ese acto jurídico estaba viciado y era inválido, pues si se basaba en la existencia de apuestas formales –ilegales en el derecho islámico-, implicaba a la vez pronunciar con evidente intención de dolo la fórmula legal de la repudiación y, además, validaba la institución del llamado matrimonio temporal “sin obligaciones” (misyar), que en aquella época no era aceptado por la inmensa mayoría de los sunníes bajo ninguna de sus formas, pues solía -y suele- emplearse para legalizar la prostitución y la pederastia. Aún así, los casos se daban con cierta frecuencia. Por esa causa, algunos alfaquíes trataron de zanjar su proliferación conceptuándola como innovación religiosa reprobable (bida’). En calidad de tal, pasaba a ser un delito obligatoriamente punible.

No obstante, la popularidad del ajedrez era tal que algunos alfaquíes, conscientes de cuán inútil resultaría su prohibición o más comprensivos con la humana naturaleza, no condenaron el juego, sino únicamente el mal uso del mismo. Así, el alfaquí Sahl ibn Ābī Sahl (m. 1013 / 404) dijo a ese respecto:

“Cuando la fortuna está al abrigo de pérdidas y la oración libre de negligencia, el ajedrez es un entretenimiento entre amigos”

Pero no todos los árabes gustaban del ajedrez. Un sector de la opinión, más poroso a la influencia de los moralistas, consideraba reprobable su práctica, y éstos asentaban su posición manipulando en su beneficio las rivalidades locales; de esa guisa, durante la era omeya se afirmaba lo siguiente en Medina:

“El ajedrez es sólo para los bárbaros que, cuando se reúnen, se sonríen los unos a los otros como terneros; por eso han inventado la ocupación del ajedrez”

En cambio, durante la misma etapa, en La Meca se había formado una asociación dedicada a la práctica del ajedrez y tablas reales…

Bajo los omeyas y los ‘abbāsíes, el juego era muy diferente en bastantes aspectos al que hoy se practica. Los tableros solían ser de cuero rojo, y no siempre eran cuadrados. Por ejemplo, en el año 942 / 332, el polígrafo al-Mas’ūdī (m. 956 / 345) describe un tablero rectangular, otro redondo –atribuido a los griegos- y aún un tercero, también redondo, pero vinculado al zodíaco, y en el cual los siete planetas se mueven en los doce signos del zodíaco, relacionándose con los movimientos de las figuras.

En la corte del califa al-Mu’taḍid (892 / 279 – 902 / 290) se cultivaba, a fines del siglo IX / III, una variedad especial ajedrecística: se trata del “juego de miembros (ŷawāriḥīya), en el cual los seis sentidos del hombre se debatían unos contra otros”. El erudito Al-Bīrūnī (m. 1030 / 421) describió y comentó el juego del ajedrez, atribuyendo su origen, en términos puramente pitagóricos, a “reyes sabios”. Ocasionalmente, determinadas formas de juego poseían reglas muy complejas y de carácter marcadamente iniciático, sólo conocidas en su totalidad por los líderes más encumbrados de determinadas sectas religiosas esotéricas muy jerarquizadas. Cuando así sucedía, las reglas del juego, -y todo cuanto se relaciona con las figuras-, variaban en relación con los personajes que jugaban y su grado dentro de la secta de referencia. Pero esa es otra historia.

En Bagdad, durante la era ‘abbāsí, hubo ajedrecistas de mucho renombre. Ese es el caso del autor literario llamado Abū Bakr Muḥammad ibn Yaḥya al-ṣuli, hijo de un emir turco de Ŷurŷān, llamado ṣūl-Tākin, que había abandonado el mazdeísmo para profesar el Islam. Se decía de al-ṣuli que no existía quien pudiera batirle en una partida de ajedrez, e incluso se hizo proverbial la expresión “jugar al ajedrez como al- ṣuli”. Su talento le permitió franquear, en el año 908 / 296, las puertas de la Casa de la Corona (Dār al-Taŷ) –el palacio del califa al-Muktafī (902 / 290 – 908 / 296)-, y posteriormente las de La Mansión del Árbol (Dār al-Saŷarat, así llamada debido a un árbol de oro y plata erigido en el centro de un estanque), palacio que fuera del califa al-Muqtadir (908 / 296 – 932 / 320). Ambos califas estimaban por cima de toda ponderación su pericia ajedrecística.

No obstante, al-ṣuli era šī’í, y por esa causa se vio precisado a abandonar Bagdad y a esconderse en Baṣra (Basora), donde falleció en el año 946 de Cristo, que equivale al 335-336 de la era islámica. El citado campeón gozaba de un talento polifacético, pues se especializó en la historia de los poetas árabes y escribió algunos tratados específicos sobre Abū Tamām, Abū Nuwās y al-Buḥtūrī. También escribió una historia de los ‘abbāsíes, y un libro sobre los califas ‘abbāsíes que habían cultivado la poesía. El manuscrito de esta última obra se conserva en El Cairo. Suyos, según se afirma, son los siguientes versos:

“No existen prisión tan firme, cadenas tan sólidas o guardianes tan celosos
Que puedan retener mi alma y mi cuerpo con más seguridad que tus miradas,
Pues son éstas venablos certeros que se hunden en las entretelas de mi corazón

Y aherrojan sin esfuerzo mi espíritu al muro de la pasión, con grilletes de amor al rojo blanco, que me abrasan las muñecas y hacen hervir mi sangre, que me consumen en la embriagante pasión del amor.

Son tus herramientas de tortura tus celos, más terribles que la tenaza del verdugo.
Son tu esgrima tus mohines, tus fintas y tus despegos,
Son tus ojos dos carceleros vehementes y celosos
Es tu amor un galardón más envidiable que el Paraíso…

Por mor de la concisión, es preciso finalizar nuestra narración en este punto. En artículos posteriores, si Dios nos lo permite, nos centraremos sobre la historia del ajedrez islámico hasta el siglo XV de Nuestra Era, que es el IX del Islam. Dios es el mejor de los jueces y escruta nuestros corazones, nada se Le puede ocultar.

Copyright by Gustavo Turienzo Veiga.
 

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