Opinión
OPINIÓN POR POLO FUERTES
De cartas al director a comentarios anónimos
He de confesarlo, de siempre soy un asiduo lector de las cartas al director...,
28/07/2013
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CON VENTANAS A LA CALLE
...en los distintos periódicos que caen cada día en mis manos. Más de una vez me han descifrado noticias que tenía bajo sospecha y otras, me han abierto los ojos para escoger el buen camino, cuando estaba en activo en esta bendita profesión.
 
Estos días, si alguien no lo remedia, cerrará sus puertas de papel uno de los dos periódicos provinciales que han animado el cotarro periodístico provincial, los últimos veintisiete años. Precisamente, en ese periódico, en el que durante casi un cuarto de siglo compartí con mis compañeros y amigos horas intensas de buen hacer, pude comprobar que el incansable anónimo, que pretendía (a veces, lo conseguía) meter en letra impresa su mala leche, para desprestigiar a alguien al que no le puede ni tiene agallas para darle la cara.
 
Hoy ese anónimo es casi el pan nuestro de cada día en los periódicos digitales. Disfrazados de piel de cordero, que más bien parece de lobo, sueltan su perorata sobre cualquier noticia criticando y ninguneando la información, arrimando la brasa a su sardina política, o simplemente para joder al prójimo. Son esos anónimos venecianos que tan bien retrató el cineasta Enrico María Salerno en su ‘Anónimo veneciano’. Ese anónimo que echa mano de su propia exmujer para que le reconforte de su cobardía ante el suicidio.
 
Ya digo, que en aquel entonces, cuando los ordenadores y el Internet estaban todavía en carnetas, había veces que se colaba algún que otro lector que daba sus datos falsos para poner a caer de un burro al alcalde de turno, al concejal que no había atendido sus peticiones, o al obispo que había desterrado, sin causa aparente, a un sacerdote ‘ejemplar’ por envidias de otros curas.
 
Saco a relucir esta carta al director que me costó un serio disgusto con mi director, por no haber contrastado la identidad, como hice a posteriori. Una bronca que venía precedida de una llamada del obispo de León, asegurando que lo que se vertía en esa carta era incierto, por no decir falso. El ‘feligrés’ en cuestión, anónimo con el que firmaba la misiva, al que acompañaba un número de carné de identidad no era tal, ya que dicho número pertenecía a una joven de Valencia del Cid.
 
Pero lo que son las cosas, y aunque no se cumplió lo que se coge antes a un mentiroso que a un cojo, años después descubrí, sin querer, la identidad del ‘feligrés’ en cuestión, que era un cura que había colgado los hábitos, suspendido ‘a divinis’ y toda la pesca. Pero ya era tarde y, además, no merecía la penar dar un cuarto al pregonero, para ponerlo en su sitio. Ahora, eso sí, en una barra de un bar, me desquité a tope, cuando lo encontré con unos amigos comunes.
 
Hoy, esto del anónimo comentarista es el pan nuestro de cada día. Si se quiere poner uno de mala leche, sólo tiene que echar mano de estos escritores de perra gorda que, un día sí y otro también, descalifican a diestro y a siniestro, a las derechas y a las izquierdas, a curas y monjas, parapetados tras su anonimato, como el mejor burladero de un torero sin tronío.
 
Hace unos años, en este mismo periódico, uno de estos anónimos, más que venecianos, leoneses o bañezanos, quiso entablar conmigo una batallita dialéctica sobre uno de los temas inmersos en mis columnas. Lo corté en seco. Mi primera y única intervención  fue pedirle su identidad auténtica. Porque la cara hay que ponerla siempre por delante cuando expreses una opinión, a riesgo de que te la puedan partir. Que también.
 
No hubo respuesta. La cobardía, ya digo, la expresó Salerno de maravilla en aquella película titulada ‘Anónimo veneciano’. Que lo sepan los que no se den por enterados. Amos, digo yo.
 

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