Opinión
OPINIÓN POR GUSTAVO TURIENZO VEIGA
De brujería y otras cuestiones durante el sitio de Jerusalén por los cruzados
Era ya llegado el tiempo en que la formidable oleada de Fe, acero y ambición...
21/10/2015
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LEÓN, ENTRE DIOS Y ALÁ
...levantada al calor de la predicación de la Primera Cruzada –allá por el año del Señor de 1095- estaba a punto de romper contra las murallas de Jerusalén, meta de los cruzados. Transcurría, en efecto, el año del Señor de 1099. A la sazón, y contra todo pronóstico, un puñado de nobles semi-bárbaros, sus respectivas comitivas y una ingente muchedumbre de peregrinos de toda condición, edad y sexo, -cuyo número es difícil de ponderar-, si anárquicos no menos tumultuosos y sencillos, habían roto como una torrentera a través de Europa, y, granjeándose el cauto respeto de los bizantinos y arrastrando a su paso a los feroces turcos de Nicea, franquearon las rutas del Asia Menor y hollaron las polvorientas rutas del Próximo Oriente, se apoderaron de Edesa y pusieron sitio a Antioquía, conquistándola después de un sitio de pocos meses -merced a una traición- y exterminando a su guarnición. Corría el tres de Junio de 1098 de nuestra Era. Aún así, la situación era muy comprometida; en primer lugar, los cruzados carecían de alimentos:

“Después de la conquista de Antioquía, los francos, que carecían de víveres, se vieron obligados a soportar un ayuno forzoso de doce días, durante los cuales no pudieron alimentarse. Los nobles se comieron sus monturas, y los pobres devoraron hojas, cortezas y carroñas”.

En segundo lugar, a los pocos días, y mientras todavía resistían los restos de la guarnición en la alcazaba, un ejército de socorro, al mando del gobernador de Mosul, llamado Karbuka, apareció a la vista de la ciudad. Los cruzados eran ahora los sitiados, y no había reservas para sostener un sitio. Por fortuna para ellos, el ejército musulmán estaba extenuado y prácticamente había consumido sus víveres; además, la mayor parte de sus comandantes habían sido encuadrados muy a su pesar y sólo esperaban una ocasión propicia para traicionar a su generalísimo. Éste, por su parte, cometió varios errores estratégicos y políticos irreparables que le enajenaron el favor de sus emires y propiciaron la difusión de toda clase de rumores sediciosos. Ante las puertas de la ciudad, a la vista de los cruzados, su ejército comenzó a desintegrarse y, al cabo, Karbuka ordenó una retirada general que en breve se transformó en desbandada y al cabo en carnicería.



Quizá el mayor error de Karbuka radicó en subestimar a sus enemigos. Si hasta entonces los gobernantes musulmanes de la región –enzarzados en sus propias querellas- no habían otorgado excesiva importancia a esa turbamulta escasamente organizada y semi-anárquica de gentes extrañas que se expresaba en una extraña jerigonza y cuya conducta, cuando menos, resultaba sorprendente, a partir de entonces se vieron forzados, de grado o por fuerza, a tributar a aquellos enjambres humanos el respeto que se habían granjeado, incluyéndolos en sus complejas e inestables combinaciones políticas. No en vano, los cruzados, mal armados y peor alimentados, habían barrido a los hasta entonces imbatibles turcos en varias batallas campales, enseñoreándose de Antioquía, la Gran Dama, con mucho la más opulenta y orgullosa ciudad de Siria. Emperadores y califas la habían pretendido, y a todos había desdeñado; y ahora la orgullosa señora se postraba ante un puñado de señores aventureros y una muchedumbre informe, hambrienta y pintoresca, de humor cambiante, tan extraña para los musulmanes, en palabras de cierto cronista, “como pudiera serlo una vaca voladora”. El hecho era inaudito, y en pocas semanas la noticia de la conquista se propagó hasta Bagdad, esparciendo el terror pánico por doquiera. Y con razón, pues, según propia confesión, los nuevos señores de Antioquía practicaban la necrofagia:

“Los nuestros devoraban los cadáveres de los turcos y de los sarracenos sin experimentar repugnancia alguna, y aún los perros”.

Cierto es que, en su mayor parte, estos relatos fueron notablemente exagerados, cuando no sencillamente inventados, para inducir a la capitulación a los sultanes locales. La estratagema cosechó un éxito sorprendente, pues, merced a ella, un puñado de tropas famélicas y mal encuadradas, –como máximo algunos centenares de caballeros y algunos miles de peones-, se hicieron con el control de cientos de kilómetros en torno a Antioquía, y, al socaire del caos político imperante, se abrieron camino hacia el sur, sin que su progresión fuera seriamente estorbada en ningún momento.

El trece de enero de 1099 de la Era Común, al mismo tiempo que, -faltando a su palabra-, Bohemundo de Tarento tomaba Mā’rrat y la entregaba al saqueo, el caudillo Raimundo de Saint Gilles, sometido a presión por los cruzados más humildes, postergaba las disputas a las que daba lugar el señorío de Antioquía y reanudaba la marcha hacia Jerusalén. Alzado a la calidad de generalísimo de facto, marchaba descalzo y en camisa para resaltar el carácter piadoso de la peregrinación. Un hecho tal asombró aún más a la población local, que no cesaba de maravillarse ante el comportamiento de aquellas tropas. La progresión del ejército cruzado fue favorecida por las querellas políticas locales, excitadas entre bastidores por los califas-imames fāṭimíes de El Cairo y los turcos silchuquíes de Bagdad, sometidos a la autoridad teórica de los califas ‘abbāsíes. Ambos poderes lideraban sendas facciones religiosas, enfrentadas a muerte. En tan difíciles circunstancias, los opulentos puertos de la costa siríaca (Tripoli, Beirut, Tiro, Acre), opulentos, sí, pero enfrentados entre ellos y abandonados a su suerte, no dudaron en establecer las más dudosas relaciones con los invasores occidentales, prometiéndoles someterse a su autoridad si conquistaban Jerusalén. Al fin y al cabo, su prosperidad exigía mantener expeditas las rutas hacia el Oriente, y una buena relación con los cruzados abría nuevos horizontes comerciales ultramarinos en condiciones excepcionalmente favorables... De esa guisa, los cruzados no sólo obtuvieron la neutralidad de los citados enclaves, sino que establecieron comunicaciones marítimas con Europa.

En lo sucesivo, aquéllos no fueron importunados seriamente por ejército islámico alguno, y por el contrario contaron con el concurso de las poblaciones cristianas locales, –exasperadas por la corrupción y la arbitrariedad de los gobernantes indígenas-, de manera que el siete de Junio del año 1099 de Nuestro Señor ya habían llegado a Belén, -población cristiana que pactó con los invasores-, y levantaron sus almofallas ante Jerusalén.
Para entonces, los defensores de la ciudad –que los fāṭimíes habían arrebatado a los silchuquíes el 28 de agosto del 1098 d. C., mientras éstos últimos luchaban con los cruzados- ya no se mofaban de ellos, ni ridiculizaban su aspecto o sus armas, sino que, muy conscientes de la suerte padecida por sus correligionarios en Antioquía y otras poblaciones, se aprestaban a un sitio del cual se presumía había de ser implacable y -quizá- prolongado.

Por su parte, los cruzados presentes en el sitio, inspirados en su mayor parte por una Fe rudimentaria pero ardiente, eran conscientes de haber alcanzado su objetivo primordial, aquél por el cuál habían sufrido tantas y tan duras pruebas, tantas penalidades y tantas privaciones. Siendo ésta la ciudad donde Nuestro Señor había sufrido la Pasión para redimir al género humano, ¿qué se les daban a ellos el hambre, la sed, el acoso constante de los sarracenos, las inenarrables penurias sufridas hasta el momento o aquéllas que probablemente aún padecerían? ¿Acaso el Paraíso no estaba reservado a sus caídos? ¿Y no sería igual la gloria de los vencedores? ¿Quién no estaría orgulloso de haber recuperado para la Cristiandad la ciudad de Cristo? ¿De qué miramientos no sería objeto en todo el mundo cristiano? Y así se aprestaron a organizar el sitio de la población, con una sola expectativa: el triunfo o la muerte en el empeño.

Ahora bien, Jerusalén no constituye únicamente una parte integrante del territorio islámico, sino que es la tercera ciudad santa del Islam: por esa doble causa, la amenaza que pendía sobre la ciudad obligaba a todos los musulmanes a tomar las armas contra los invasores, sin consideración a su procedencia o condición, siempre que no fueran imberbes o estuvieran tarados. En términos prácticos, esa exigencia inexcusable se traducía bien en la total aniquilación de sus invasores, bien en su conversión inmediata al Islam o bien, por último, en su capitulación incondicional. El combate sería pues a muerte, sin cuartel.
¿Qué os diré? A la vista de las murallas de Jerusalén, el entusiasmo religioso del ejército cristiano –si es que se puede llamar ejército a aquella pintoresca aglomeración de mesnadas y voluntarios de todo género- alcanzó su nádir y se contagió no sólo a los elementos más tibios del mismo, sino también a los efectivos auxiliares e incluso a los chiquillos, muy abundantes a la sazón. Éstos habían partido con sus padres a la cruzada, y para entonces muchos de ellos eran ya huérfanos. Agrupados en una batalla propia, eligieron sus propios capitanes, dándoles el nombre de los caudillos de la cruzada. Por su parte, los grandes señores cruzados atendían sus peticiones de alimentos y otras necesidades. Aquellos niños desempeñaban todo tipo de tareas logísticas y no sólo se tornaron imprescindibles por su resistencia y su capacidad de trabajo, sino que entablaron combates genuinos durante el sitio de Jerusalén:

“La joven y singular milicia solía llegarse a hostigar a los niños de la ciudad, cada uno de ellos armado con largas cañas en lugar de lanzas, cada uno con un escudo de mimbre trenzado, cada uno, de acuerdo con sus fuerzas, llevando pequeños arcos y flechas. Los niños, con los de la ciudad, mientras sus padres los contemplaban por ambas partes, avanzaban y se encontraban en medio de la llanura; los habitantes de la ciudad salían a las murallas para ver, y los nuestros dejaban sus tiendas para asistir al combate. Se los veía entonces excitarse mutuamente con gritos y darse golpes a veces sangrientos, pero sin que ninguno de ellos corriese peligro mortal. Muchas veces esos preludios animaban el coraje de los hombres maduros y provocaban nuevos combates. Al ver el ardor impotente que animaba aquellos miembros delicados y esos débiles brazos que agitaban alegremente armas de toda especie, después de infligirse de una parte y otra heridas dadas y recibidas, a menudo los espectadores de más edad se adelantaban para quitar a los niños del centro del campo y entablar entre ellos un nuevo combate”.

La operación se emprendía bajo las más difíciles condiciones; no se trataba únicamente de la pobreza del territorio, sino también de las constantes penurias sufridas por el ejército sitiador, sus carencias materiales, lo caluroso de la estación, la extenuación generalizada y la feroz guerra de guerrillas practicada por la población local musulmana:

“Durante el sitio soportamos el tormento de la sed, hasta tal punto que cosíamos cueros de bueyes y búfalos, dentro de los cuales transportábamos agua desde una distancia de seis millas. El agua que acarreábamos en esos recipientes era infecta, y tanto como aquella agua fétida, el pan de cebada que comíamos era motivo cotidiano de pena y aflicción. Los sarracenos tendían continuas trampas e infectaban las fuentes y las vertientes; mataban y descuartizaban a todos los que podían apresar, y escondían sus animales en las cavernas y grutas”.

Mientras la falta de agua y alimentos atormentaba a los sitiadores, el gobernador de la ciudad, llamado Iftijār al-Dawla, -“Orgullo de la Dinastía”-, un liberto fāṭimí de origen nubio, tomó algunas disposiciones militares muy oportunas: acumuló víveres suficientes para varios meses, acopió máquinas de guerra y fuego griego –un líquido inflamable-, reparó las formidables murallas de la ciudad, expulsó a los cristianos de la población y sus alrededores y, en una distancia de bastantes millas, ordenó se envenenaran o cegaran las fuentes, los cauces y los pozos... Además, el citado gobernador envió una petición de socorro a Egipto y reguló cuidadosamente la distribución de alimentos entre la guarnición –unos veinte mil arqueros sudaneses y peones árabes y turcos- y los sesenta mil habitantes de la ciudad –aproximadamente-, teniendo en cuenta las obligaciones de cada cual. Pero si los efectivos útiles de la guarnición apenas podían custodiar todo el perímetro amurallado simultáneamente y se dejaban arrastrar ocasionalmente a querellas de origen étnico, no menos arduos eran los problemas planteados por la población civil: efectivamente, su número se había incrementado desmesuradamente, -porque fue preciso permitir que la población rural se alojase precariamente en la población-, acarreando serios problemas de alojamiento, salubridad y abastecimiento; por añadidura, sometida a una indecible tensión nerviosa y padeciendo unas deficientes condiciones sanitarias, la población rural se sentía agraviada y despojada con respecto a la población genuinamente urbana. En esas condiciones, el reparto de los víveres ocasionaba continuas querellas. En resumidas cuentas, la situación era muy deletérea y un sitio prolongado acarrearía ineluctablemente demasiados imponderables. Por esas causas, Iftijār al-Dawla envió una perentoria misiva al visir fāṭimí al-Afḍal, urgiéndole a encuadrar sin dilación alguna un ejército expedicionario de socorro.



En principio, no obstante, la situación general era favorable a los sitiados. El ejército de los cruzados no era numeroso -unos doce mil peones y mil doscientos caballeros- y no estaba preparado para encambronar la ciudad en toda regla, pues carecía de máquinas de sitio y de recursos suficientes. De hecho, sus primeros asaltos se saldaron con rotundos fracasos y revelaron con toda claridad que sería preciso prepararse para sostener una campaña prolongada. Esa constatación, junto a las querellas de los dirigentes de la cruzada, la dureza de las condiciones climáticas locales, el hambre y la sed, provocaron la desmoralización de una parte de los cruzados, los cuales intentaron regresar a Europa por vía marítima. Pero la mayor parte de ellos estaba determinada a prevalecer, y, aunque por el momento no podían solventar sus problemas de abastecimiento satisfactoriamente, -pues la precariedad del suministro de agua, las guerrillas y el agotamiento del territorio circundante dificultaban considerablemente la reposición de víveres-, no por ello cejaron en su empeño. Como si de una respuesta a sus oraciones se tratara, una flota anglo-genovesa arribó al puerto de Jaffa, -abandonado a su suerte por los musulmanes-, y, después de descargar sus suministros, los barcos fueron desmantelados para construir algunas máquinas de sitio extremadamente potentes y efectivas.

Paralelamente, la guarnición mostraba algunos signos de cansancio y desmoralización, y no es de extrañar, pues si sus efectivos estaban diezmados por los constantes asaltos, el agotamiento nervioso y las carencias alimenticias, el patente fracaso del bloqueo naval fāṭimí y la ausencia de noticias en lo tocante al prometido ejército de socorro habían minado ostensiblemente su fe en la victoria. Por añadidura, la población civil, quebrantada por la penuria y el desgaste anímico, comenzó a prodigar gestos hostiles hacia la tropa, a su vez escindida en facciones; no tardó en aparecer quien sugiriera la necesidad de negociar una capitulación, ahora que aún se retenían algunas bazas, para evitar las terribles consecuencias de una conquista por fuerza de armas. Si esa propuesta se abría paso, la suerte de la guarnición resultaría, como mínimo, muy comprometida.

En suma, si por un lado los sitiadores deseaban imperiosamente culminar el sitio, inquietos por la posible llegada de un ejército egipcio, por las reacciones potenciales de los tornadizos emires locales y por la precariedad de su posición material, por el otro los sitiados estaban exhaustos y hambrientos, desesperados y abatidos, desorientados y divididos. No es extraño pues que un combate paradójicamente emprendido invocando los derechos de Dios se tornase tan feroz e implacable como si se viviese en los Tiempos de la Ignorancia pre-islámicos: los cruzados abandonaban los cadáveres de sus enemigos a la intemperie, a la vista de sus compañones, pues sabían que los mercenarios turcos padecían verdaderos tormentos cada vez que alguno de los suyos no podía ser enterrado. Y los sitiados no dudaron en apelar a la brujería para destruir las máquinas de sitio de sus enemigos, expresamente condenada tanto por los textos sagrados musulmanes como por los cristianos. Leamos lo que dice el cronista:

“Una cosa acaeció allí entonces en aquella cerca de Hierusalen. Los cristianos habían una grande algarrada, que llaman en francés colafre, é hacía muy grand daño; é los turcos veían que no la podrían quebrantar, porque estaba muy léjos, é hicieron venir dos viejas encantadoras para encantar aquella algarrada, que les facían muy grand daño con ella; é aquellas dos viejas encantadoras trajeron consigo tres mozas vírgenes que les ayudasen á hacer encantamiento, é los de la hueste mirábanlas como estaban encantando, é estuvieron así como sobre el muro fasta que tiró la algarrada. E quiso Dios que la piedra que della salió, que las mató a todas cinco de aquel golpe, e desfízolas de manera, que cayeron á pedazos del muro; é los de la hueste dieron estonce tan grandes voces, que era maravilla, é ficieron muy grande alegría por aquel golpe, é los de la ciudad hobieron mucho pesar, que bien entendieron que non era buena señal.”

El desenlace de ese suceso no sólo mostró a los cruzados cuán grande era la desmoralización de los sitiados, sino que marcó un hito en el sitio de la población. Efectivamente, desde ese momento y, como si de un castigo divino se tratase, los sitiados perdieron la iniciativa. Si éstos habían solicitado la ayuda del Innombrable, -en claro desacato al Creador de todas las cosas-, los cruzados, en cambio, apelaron al Altísimo. Efectivamente, el mando cruzado decidió emprender un asalto general, y, como primera e indispensable provisión, trató de granjearse las bendiciones del Señor. Providencialmente, la víspera de la fecha señalada para la acción, cierto clérigo tuvo una visión prodigiosa y, bajo su sugestión, los cruzados, encabezados por sus caudillos y sus prelados, procesionaron descalzos en torno a los muros de la ciudad. Los habitantes les escarnecían, pero ese hecho sólo reavivaba su fe, si cabe más exaltada después de escuchar los ardorosos sermones de los líderes religiosos de la cruzada en el Monte de los Olivos. Después de algunos asaltos simultáneos mediante los cuales se tentaron los puntos flacos de la defensa, los cruzados forzaron la entrada en la ciudad y el gobernador, atrincherado en la Torre de David –la más sólida fortificación de la población-, tomó la decisión de capitular ante Raimundo de Tolosa, no sin haber obtenido previamente una garantía para él, su familia y sus allegados.

Así fue como el día quince de Julio del año 1099 de Nuestro Señor, –un viernes por la mañana, siete días antes del fin del mes de šā’ban del año de la hégira de 492-, los cruzados se enseñorearon de Jerusalén. Pero si Iftijār al-Dawla y sus allegados pudieron retirarse a Ascalón, donde se afincaron, la ciudad fue tomada al asalto y sufrió los horrores habituales a los cuales está condenada cualquier población tomada manu militari. Llegada la hora del saqueo, desatado el frenesí de los conquistadores, pocos fueron los que se acordaron de la índole religiosa de la empresa:

“Cuando entraron en la ciudad los peregrinos persiguieron a los sarracenos hasta el templo de Salomón y allí los mataron. Se habían reunido allí y sostuvieron con los nuestros un furioso combate durante todo el día. Por el templo corrían arroyos de sangre (…) los nuestros prendieron en el templo a muchos cautivos de ambos sexos, matándolos o dejándolos vivir a voluntad (…) Los cruzados corrieron pronto por toda la ciudad, arrebañando el oro, la plata, los caballos y los mulos, pillando las casas que rebosaban de riquezas (…) los nuestros acudieron para adorar el sepulcro de nuestro Salvador Jesús…”

A la mañana siguiente, los cruzados se encaramaron a la techumbre del Templo de Salomón –así llamaban ellos a la mezquita de al-Aqsa- y allí, haciendo caso omiso del amán concedido por el noble Tancredo de Hauteville a todos los jerosilimitanos que consiguieran ponerse bajo el amparo de su estandarte –levantado a la sazón en lo alto del edificio-,

“Atacaron a los sarracenos (…) los decapitaron. Algunos se arrojaron desde lo alto del templo. Al ver esto, Tancredo se llenó de indignación.”

Al cabo de algunos días, pasada la furia de los primeros días, se impuso la necesidad de sanear la ciudad, y entonces:

“Los nuestros (…) ordenaron también arrojar de la ciudad a todos los sarracenos muertos, porque hedían y casi toda la ciudad estaba repleta de cadáveres. Los sarracenos vivos arrastraban sus muertos fuera de la ciudad, delante de las puertas, y formaban pilas tan altas como casas. Nadie jamás imaginó, ni nadie jamás vio una matanza igual de gentes paganas; se dispusieron las hogueras como hitos y nadie, fuera de Dios, sabrá su número”.

En breve, el Santo Sepulcro fue entregado a los católicos, -una vez expulsadas las demás confesiones cristianas, siquiera mientras se apaciguaba el celo piadoso de los conquistadores- y se recuperó la Santa Cruz, no sin utilizar ciertos métodos que hoy nos parecerían reprobables. Veinte días después de estos acontecimientos, el ejército egipcio de socorro llegó a Palestina, comandado por al-Afḍal -“El Excelente”- en persona. Éste se retiró a Ascalón y trató de negociar con los cruzados, quienes no sólo le ignoraron, sino que se abatieron sobre él y aniquilaron a sus tropas. El Reino Latino de Jerusalén había sido fundado. Quiera Dios perdonar a quienes utilizaron Su nombre en beneficio propio.
 

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