Opinión
OPINIÓN POR JUAN GARCÍA CAMPAL
¡Ay, esta abundancia de dioses y de creyentes!
Después de contemplar el cambio en la jefatura del Estado con distancia, sin prejuicio alguno, con pretendida normalidad, que no dudo en llamar constitucional, me reafirmo en mi habitual opinión: somos un pueblo creyente...
23/06/2014
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DEL CUADERNO CASI DIARIO

Sí, politeísta, pero muy creyente. De cualquier idea hacemos un dios, un principio, por qué no decirlo, fundamental, que, como tal, procuramos imponer a los demás. Y lo que aún me parece peor, pues me llena de tristeza y temor, somos un país repleto de conversos tan llenos de fe, ciega, que parecen haber desalojado de su ser todo atisbo de duda, de raciocinio.

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Va a ser verdad que somos, en lo individual, en lo íntimo, y hasta en lo casi secreto, un país de profundas y polivalentes –valen igual para derecha que para izquierda- raíces cristianas y hasta franquistas: seguimos anclados en la adhesión inquebrantable, fieles al conmigo o contra mí, al albertiniano “hasta enterrarlos en el mar”.

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Rompiendo mis habituales tendencias he procurado, a mi modo, tomarle el pulso a la patria. He leído decenas de artículos en periódicos de varia orientación, he visto y oído programas de televisión y de radio en emisoras casi nunca sintonizadas, he navegado por las redes sociales y, salvo contadas excepciones, me he entristecido. Cuánto franquito de vario color queda aún entre nosotros, con cuanto poseedor de la “única verdad” convivimos a diario. ¡Cuánto salvador de la patria! ¡Qué soledad ciudadana!

No crean que han sido pocos los esfuerzos hechos para alcanzar esa normalidad que, es más, no es que dude, sino que confieso no haber alcanzado. Creo que la contemplación de esta realidad me ha aislado aún más, pues aún más me ha traído a mis refugios habituales: lectura, música y cavilación. Cuan poco usamos de la sencillez, cuanto del simplismo.

Si aún no somos fundamentalistas, desde luego hay mucho ambidiestro interés en conducirnos a ello, en que nos aferremos a la propia creencia, en que abandonemos cualquier atisbo de autocrítica, en que por las más variadas vías se descalifique siempre al contrario. A pocos, si alguno, he escuchado argumentos en defensa de su posición. Ahora, descalificaciones, cuando no directamente insultos, del contrario abundantemente. Y servidor no está dispuesto a ello.

Me ha entristecido por igual esa caterva de monárquicos, faltaría más, ¡de toda la vida!, cuyo pringoso vasallaje, para nada exigido por la Constitución, tal parece que les hace abdicar, renunciar a su ciudadanía, que el resurgimiento de un antimonarquismo que llegado tarde a la transición, o vista esta desde sus casas, cuando no viendo peligrar, por recientes movimientos electorales, su proclamado marchamo de real alternativa, no llevan su hipotético republicanismo más allá del más sencillo de los argumentos: lo nada natural que es que la jefatura de un Estado sea hereditaria. Sigo sin oír y sin leer una mínima concreción de a qué República se refieren cuando invocan tan digna idea.

Ni monarquía ni república son por sí mismas diosas que vayan a obrar el milagro de la libertad, la igualdad y la fraternidad. Ni tan siquiera merece más argumentos esta pública y real afirmación. Basta con echar los ojos a la realidad circundante. Más parece que el contenido de esas ideales divisas sean realizables únicamente a través de mayor educación, mayor argumentación, mayor participación y mayores y mejores resultados electorales: en mayor y mejor democracia en resumen. Y no veo, la verdad, que la actual Constitución impida la consecución de tales objetivos. Otra cosa son los resultados electorales, pero estos no se me discutirá que vienen, nunca mejor dicho, de la mano de la ciudadanía. 

Por cierto, porque ningún nuevo adalid del antimonarquismo, que no republicanismo, me explica si el nuevo presidente de la República sería elegido por sufragio universal o por los diputados y un número igual de compromisarios como lo era el de la II República. Porque de ser así, en poco mejoraríamos, digo yo.

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Mejor pues que unos y otros dejemos de invocar las grandes ideas en vano, como si de dioses redentores se tratara, cuando no como muro insalvable y nos pongamos a cumplir y a exigir de todos el cumplimiento de los deberes y derechos constitucionales que nos obligan y amparan, pero, insisto, todos y con un mínimo de argumentación, lejos de la descalificación absoluta, el insulto y del engaño.

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¿Entienden ahora mi soledad ciudadana?

Juanmaría García Campal

Cuaderno casi diario

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