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Tom Wolfe, en una imagen de archivo.

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Tom Wolfe, en una imagen de archivo. REUTERS

Los últimos años de Tom Wolfe

Hasta su muerte a los 87 años el lunes pasado, el hombre de blanco siguió exprimiendo millones de su literatura y provocando a los «falsos intelectuales de izquierda» con sus ideas políticas

Mercedes Gallego

Corresponsal. Nueva York

Sábado, 19 de mayo 2018

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Entre Madison Avenue y Wall Street abundan los millonarios, pero en mi barrio del Alphabeth City no estábamos acostumbrados a verlos. El hombre de blanco que me encontré un día en el jardín, junto al ofensivo cartel de «criadero de ratas» que algún vecino había colgado, era como una aparición. Intimidaba tanto que nadie se le acercaba, pese a ser probablemente el escritor mejor pagado del mundo.

Tom Wolfe (1931-2018) entendió pronto que el traje blanco de tres piezas que usaba en los veranos del Sur no sólo sería su seña de identidad en Nueva York, sino su capa de Superman. Mientras algunos buscan camuflarse, él aprovechaba el efecto sorpresa que causaban sus trajes inmaculados para flotar cómodamente en ambientes ajenos, por encima del bien y del mal. Un pasaje a los submundos a los que este dandi de rígidas costumbres nunca se entregaría, pero que estimulaban la pluma del Nuevo Periodismo más que el LSD de su primer libro, Ponche de ácido liségico. Wolfe se consideraba testigo y quería mantener esa distancia. Hubiera odiado el comienzo de este artículo, le indignaba que se confundieran sus enseñanzas con el uso de la primera persona.

Impoluto en seda blanca se paseaba por los submundos de la América que amaba para retratar implacablemente sus dobles fondos y su doble moral, dejando claro con su apariencia que aunque se infiltrara no era parte de ellos. «Siempre quiso saber qué hacía palpitar a este país, mirar debajo de la superficie», explica el productor Norman Green, que le siguió en la escena cultural neoyorquina. «Era un escéptico del idealismo y sospechaba de las falsas promesas, ya fuera de la supuesta expansión de la conciencia que prometían las drogas sicodélicas de los 60 como de las huecas ostentaciones de riqueza que Donald Trump representa».

No hubo oportunidad de conocer su opinión sobre el mandato de un presidente que bien podría haber salido de su Hoguera de las Vanidades. Le daba un voto de confianza, como a Reagan, y le divertía escuchar a la escandalizada izquierda decir que se mudaba de país si ganaba, como con George W. Bush, por quien votó con orgullo. No volví a encontrarme con él. La fiesta de recaudación de fondos que esa tarde de septiembre de 2013 organizaba la Fundación Ixatán para financiar su trabajo en Guatemala revelaba la transformación de un barrio underground tipo Lavapies que al escritor le hubiera parecido mucho más interesante que el gentrificado East Village de hoy, donde el glamour superficial que retrataba se pasea ya sin necesidad de camuflarse ni vestir de blanco. Wolfe vivía sus últimos años y el corazón le racionaba la energía. El baipás de 1996 empezaba a caducar. Vendió sus notas a la Public Library por dos millones de dólares y su última novela larga a un nuevo editor por siete millones.

Siguió acudiendo todas las tardes al gimnasio de la calle 86 en su chándal morado con el que se machacaba durante horas, disfrutando de las diez manzanas que lo separaban de su mansión en un noble edificio de la 79, porque pasear y mirar escaparates eran los únicos hobbies que se atribuía. «Me gustaría poder decir que hago alpinismo, ala delta o cualquier cosa interesante, pero soy mucho más aburrido», reconoció en varias entrevistas. «Lo que más me gusta es sentarme a escribir o leer». Frente a los espejos del New York Sport Club «escalaba con lentitud, pero con intensidad», recuerda Preston Merchant. «Los ojos cerrados, las gotas de sudor rodándole por la nariz, profundamente sumido en su mundo, uno asume que en la literatura», especula. El fotógrafo y profesor de Columbia nunca se atrevió a interrumpir ese momento místico, pero se quedó con ganas de preguntarle «¿estás de incógnito, por eso no vienes de blanco?».

En el último año se le dejó de ver por las fiestas que frecuentaba no tanto por codearse con ese mundo de «falsos intelectuales de izquierda» que despedazaba en ácidas críticas, sino porque con el relativo fracaso de sus últimos libros tenía que mantener el caché. «Socializaba por motivos profesionales», explica Green. «Ser el escritor mejor pagado despertaba mucha envidia. Tenía que demostrar que seguía siendo fuerte, aparecer, mantener las conexiones, pero estaba más cómodo en su casa de South Hampton (Long Island)».

La última vez que le vio fue cruzando la calle en Madison Avenue. Le encantaba mirar escaparates y comprarse ropa. Tenía 40 trajes en el armario y una infinidad de accesorios. Sombreros, bastones, corbatas, chalecos, zapatos de dos tonos… «¡Siempre tenía los mejores calcetines!», tuiteó el exfiscal de Nueva York Preet Bharara.

Trajes de seda hechos a medida y batas bordadas con sus iniciales, como las toallas que colgaban del baño. Con el millón de dólares de 1989 que le pagaron tras el éxito de «la Hoguera de las Vanidades» como anticipo de su siguiente novela se compró una mansión de 12 habitaciones en lo alto de un edificio frente a Central Park, donde ahora se vende un apartamento por 13 millones. Su hija, Alexandra Wolfe, ya periodista de 37 años en el Wall Street Journal, no recuerda un solo día en el que no se vistiese de traje para sentarse a la mesa. «En nuestra casa hablarse a gritos de una habitación a otra era equivalente a poner los codos sobre la mesa o hablar con la boca llena», escribió a propósito de su última obra, 'The Kingdom of Speech', que trajo una nueva regla a las comidas. «Si uno cree que ya ha oído esa historia al menos cinco veces, levanta la mano para que pare».

El dandy sureño mantuvo los modales hasta la sepultura. Tuvo que sentir que la vida se le escapaba, como la pluma que nunca cambió por el ordenador, pero igual que se esmeraba en estilizar la letra e ilustrar las cartas más personales se negó a exponer su debilidad en público. Su familia ha elegido un funeral privado en el que lo único seguro es que vestirá uno de esos impecables trajes blancos sin los que era difícil reconocerle. Y que los tiburones inmobiliarios seguirán engullendo barrios como el mío hasta comerse el último bocado de la Manzana inflada de vanidades que hizo arder en su literatura.

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