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Prisioneros del campo de concentración de Buchenwald (Alemania), en abril de 1945. R.C.
Los orígenes de la infamia

Los orígenes de la infamia

Laurence Rees habla en 'El Holocausto' con víctimas y asesinos para explicar «el mayor crimen de la historia»

Sábado, 6 de enero 2018

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El general serbobosnio Ratko Mladic fue condenado hace unas semanas a cadena perpetua por genocidio. Fue uno de los responsables de la matanza de Srebrenica, donde los cascos azules tuvieron una actitud calamitosa, y del asedio de la capital bosnia, Sarajevo, durante la última guerra en los Balcanes. Era la primera vez, después de la Segunda Guerra Mundial, que los campos de concentración aparecían de nuevo en Europa. La sombra del nazismo volvía a asomar, aunque Laurence Rees niega los paralelismos. «La historia solo advierte», señala, asegurando con vehemencia que no habrá otro Hitler ni otros nacionalsocialistas.

Ellos fueron únicos en su tiempo y en su lugar, ahonda el periodista británico, que durante 25 años ha trabajado realizando documentales para la BBC sobre la Segunda Guerra Mundial y el exterminio de las personas que el Tercer Reich calificaba de minorías o indeseables. El trabajo de toda una vida que recopila en 'El Holocausto. Las voces de las víctimas y de los verdugos' (Crítica) y donde asevera que «es el crimen más infame en la historia de del mundo». «Es importante comprender cómo y por qué ocurrió tal crimen; porque esta historia nos cuenta, quizá más que ninguna otra, de qué es capaz nuestra especie», argumenta el escritor y periodista británico (Ayr, 1957).

Rees recorre toda la historia de uno de los pilares del nacionalsocialismo, ese antisemitismo intrínseco al régimen nazi, instaurado en enero de 1933. Un régimen que no ocultó, por ejemplo, la existencia de campos de concentración. Por ejemplo, 'The Manchester Guardian' publicó el 1 de enero de 1934 un reportaje sobre la vida en Dachau. «Las celdas son de hormigón, tienen una ventana con barrotes (que se puede oscurecer), son húmedas y carecen de medios de calefacción», explicaba el rotativo, que tampoco escatimó datos a la hora de comentar cómo eran las torturas. «Consiste en azotar con una correa de piel de toro, que tiene una cinta de acero, de tres o cuatro milímetros de ancho, a lo largo de toda la correa (...) A algunos presos los han apaleado con trozos de manguera de goma: a algunos los han quemado con colillas, a algunos los han sometido a los que en Estados Unidos llaman la 'tortura del agua'», explicaba el periódico inglés.

Rees retrocede hasta septiembre de 1919 para encontrar lo que un enfurecido Adolf Hitler, veterano de la Primera Guerra Mundial, escribe en una carta en la que ya plasma su odio hacia los judíos. Los acusa de todo: de perder la guerra, de la caída del kaiser, del tratado de paz de Versalles o de participar en el Gobierno de Weimar.

Este Hitler tiene treinta años cuando pone negro sobre blanco sus pensamientos: la «obligación» de todo Gobierno alemán es «la expulsión irrevocable de los judíos». Unos planteamientos que desarrolla en mayor profundidad en 'Mein Kampf'. «Doce mil canallas (por los judíos) eliminados a tiempo quizá habrían salvado la vida a un millón de alemanes de verdad, valiosos para el futuro», escribe el Führer.

Las leyes antisemitas, la encarcelación de miles de personas por su raza, creencia u orientación sexual (unos diez mil homosexuales acabaron en campos de concentración) y la 'shoá' se van explicando, con los testimonios de las víctimas y de sus asesinos. Rees recuerda que en Majdanek, campo de concentración alemán en territorio polaco ocupado, cerca de la frontera con Ucrania, se mató en un solo día a 18.000 personas, la cifra más alta de todo el horror.

Una práctica que Joseph Goebbels, ministro para la Ilustración Pública y Propaganda del Tercer Reich, ni siquiera quiso explicar en su diario. «Aquí se aplica un procedimiento muy bárbaro, que no detallaré, y de los judíos no queda gran cosa. A los judíos se les está aplicando una condena que es ciertamente bárbara, pero de la que se han hecho merecedores sin reservas», escribió el 22 de marzo de 1942, cuando el Holocausto echaba a andar.

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