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Stelia Fioretti (nombre supuesto) pasea por el casco histórico de Valladolid. Henar Sastre
«El día que me puso un cuchillo a un milímetro de la cara, me atreví a pedir ayuda»

«El día que me puso un cuchillo a un milímetro de la cara, me atreví a pedir ayuda»

Stelia Fioretti, una víctima de violencia de género que reconstruye su vida en Castilla y León, rememora cómo salió de un infierno que empezó a los 5 años

M. J. Pascual

Valladolid

Viernes, 24 de noviembre 2017

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Lo último que oyó su madre detrás de la puerta cerrada fueron los gritos de su hija por la paliza que estaba recibiendo y lo que decían sus raptores: que la iban a matar y a tirar al río. En ese retorno a sus terrores íntimos, solo en tres ocasiones –y esta es una de ellas, cuando piensa en su madre, ya fallecida– se le llenan los ojos de lágrimas a esta mujer de 45 años que nos coge de la mano para bajar a los infiernos de su vida. «A mi madre le han puesto una pistola en la cabeza». Elige el nombre supuesto de Stelia Fioretti para preservar el anonimato y como si quisiera bautizar con él la nueva vida que tiene desde que, en 2011, salió de la casa de acogida que tiene la Junta en León. Este fue su trampolín para salir del círculo negro de la violencia de género.

Ahora, en Valladolid, con un trabajo en el que se siente bien y una nueva pareja desde hace seis años, afirma que ha comenzado a sentirse segura aunque, acto seguido, matiza este sentimiento. «En este momento mi vida no corre peligro, aunque, cuando lo digo, aún se me cierra la garganta. Quiero creer que es así». Pero no se le va de la cabeza que el hombre a quien amó una vez y del que escapó, le hizo una promesa: que, se escondiera donde se escondiera y tardara lo que tardara, la encontraría y la mataría.

«Cuando digo que en este momento mi vida no corre peligro, todavía se me cierra la garganta»

Estelia Fioretti ha sorteado la violencia en la que nació siempre que ha podido, pero la mayoría de las veces, le ha dado de lleno. «Era lo que aprendí», dice al arrancar el relato de su vida, que empezó en una casa humilde de un país sudamericano. Su madre ya era víctima de los malos tratos de su segundo marido, que no solo le violentaba a ella. A Estelia, cuando apenas contaba 5 años, también la violó. «Cuando llegaba a casa se nos ponía un nudo en el estómago», recuerda, sin dejar de sonreir con la boca pero con los ojos turbios por el recuerdo. Pidió a su madre que la sacara de allí y, con 12 años, la internó en un colegio de monjas. Dice que entonces tuvo un poco de tranquilidad. Las hermanas le pusieron a trabajar al cuidado de un bebé «en una casa de familia», en la que también se ocupaba de las tareas del hogar. Fue entonces cuando su madre le presentó a su padre, alcohólico, y la Estelia adolescente le rechazó. Al mes siguiente, le mataron.

Cuando cumplió los 14, con permiso de su progenitora, una familia se la llevó con ellos a vivir a la metrópoli de ese país. Comenta, como antecedente a su propia historia de maltrato, que su madre tuvo un único novio que la dejó, ya con el vestido de boda, porque una semana antes de la ceremonia quiso tener relaciones íntimas y ella accedió. Luego le dijo que rompía el compromiso y que no se casaba precisamente por haberse acostado con él. Fue sometida al juicio de la familia, de su entorno... y entonces entró en barrena. «Cuando eres adulta y vienes de esa base tienes carencias emocionales que cualquier pirata las detecta y se aprovecha. Es como un imán para ellos», explica, a modo de introducción del capítulo más brutal de su vida. A su peor maltratador le conoció con 18 años, cuando se encontraba con sus primos en unos billares. Fardaba de dinero, era encantador, la trataba como una reina y, poco a poco, entró con él en el mundo del lumpen. No pasó mucho tiempo cuando dio su verdadera cara: maltrato, amenazas y secuestro. «Desde los 18 años he vivido en cautiverio, no he tenido juventud», dice, sin aspavientos.

Escapar

Fue en España cuando logró escapar de sus redes, con la ayuda de uma familia. Gracias a dos amigos españoles, a quienes adora, pudo empezar de cero: limpiaba, pintaba, vendía enciclopedias. De Madrid dio el salto a Castilla y León y, en Palencia, empezó una relación. Estuvo cinco años con esa pareja pero las secuelas emocionales que arrastraba y la infidelidad del hombre destruyeron una vez más su confianza. Entró en una depresión y sus médicos le recomendaron que cambiara de aires.

En Alicante, en 2001, fue donde conoció a quien pensó que iba a ser el amor de su vida, con quien ha estado conviviendo una década. Esta ha sido su pareja más larga. «El maltrato no empezó enseguida, fue con el tiempo y por cosas puntuales que, al principio, yo no veía. Empezó a pagar su estrés laboral conmigo, a marcar las diferencias con ser sudamericana, a despreciar a mis amistades y a insultarme a gritos». De Madrid, se trasladaron a otra ciudad y allí empeoró la convivencia. «Me encontró un trabajo cerca del suyo para controlarme mejor. Yo no podía más». El miedo se transformó en pánico cuando un día, poco antes de Navidad, él se sentó frente a ella y a pocos milímetros de su cara empezó a esgrimir un cuchillo.

Fue al dia siguiente cuando, desesperada, salió corriendo y entró en la Junta pidiendo ayuda. «Tuve la suerte de que un profesional con empatía supo detectar lo que ocurría y activó el protocolo. Ni me atrevía a hacer la maleta. Tuve que hacer terapia con una psicóloga para poder aceptar y entender que tenía que irme de casa y dejarle».

Por ello, Estelia Fioretti pide «a los de arriba, que abran los ojos y no se acomoden y empaticen: que una víctima no es un número, es un ser humano que está pidiendo ayuda».

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